Pequeño ensayo sobre la boludez

Mar 24, 2025

Por José Vales

Alguna vez, en aquello que se parecía a un país que podría llegar a ser próspero, el término boludo era un insulto menor, pero insulto al fin. El término fue acuñado en Argentina y provino del gauchaje en las guerras civiles durante el siglo XIX. Así se llamaba a los soldados que estaban a cargo de lanzar bolas con una cuerda.

De allí en más la palabra se fue esparciendo de boca en boca hasta adoptar la forma más soez de calificar a alguien por su ineptitud o necedad. Solo basta con revisar el diccionario de la Real Academia Española (RAE) y comprobar que se quedó en ese estadio a la hora de definirlos. 

Fue con el correr de los años en el que el peso específico de la boludez acumulada como sociedad fue decayendo. A medida que se popularizaba iba perdiendo, por así decirlo, su esencia original. La palabra, en tanto improperio, se vio seriamente afectada. Se fue transformando poco a poco en un sustantivo vil. “¿Qué hacés, boludo? ¿Cómo andás, boludo? Boludo, ¡me cayó bien ese boludo! ¡Boluda, no puede ser que ese boludo me haga sufrir tanto!”. Y así hasta que la injuria fue perdiendo fuerza, cayendo por su propio peso o sufriendo de la misma patología que sufre el lenguaje en general, por allí abajo. La palabra parecería estar sumamente afectada por los efluvios inflacionarios que caracterizan a aquella “gran nación”, cualidad que se quedó solo en la letra de su himno. A tal punto que en el lenguaje cotidiano un “boludo” o un “hijo de puta” no se le niega a nadie.  

Pero el trabajo que profundiza más y mejor que el diccionario de la RAE en la materia que nos atañe es el Nuevo Diccionario de Americanismos (tomo II Argentinismos) del Instituto Caro y Cuervo. Para el que la boludez es la “expresión o acción que refleja deficiencia de razonamiento o bien falta de inteligencia o seriedad”, además de utilizarse para “insultar a una persona o referirse a ella con desprecio, especialmente cuando se quiere criticar su conducta” o, a aquel “que se comporta con falta de viveza, de una manera poco inteligente o ridícula…”.

Así las cosas, nos ayuda a comprender mejor que la palabra puede ser bien argentina, pero el virus, si bien es de origen desconocido aún, encontró su mejor fertilidad en las Pampas del peronismo. Tomando en cuenta de que allí todos son peronistas, aunque algunos todavía no se dieron por enterados de que lo son… Efectos comprensibles de boludez en exceso. 

Para un extranjero puede resultar extraño o algo complicado de entender. Pero la devaluación de la palabra “boludo” llegó a tal límite de debilidad en materia de insulto, tanto como la de “hijo de puta”. Por ejemplo, cada vez que Diego Maradona, padre celestial de la argentinidad, si los hay, hacía una de sus genialidades con el balón, era muy común escuchar “¡Qué hijo de puta!”, reemplazando al “¡Qué genio!”.

Pero sobre la materia, la sabiduría popular también hizo su aporte: “Un boludo puede ser más peligroso que un hijo de puta”. El límite entre uno y otro es excesivamente delgado…

Y así, con la palabra bajo los efectos devaluatorios, la boludez cunde en este globo de ensayo en la que se ha transformado la argentina de Javier Milei, como alguna vez lo fue el Chile de la Escuela de Chicago, allá en 1956, cuando promediaba el gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1952-1958), hasta bien entrado el pinochetismo (1973-1991).

No es obra de Milei, aunque él está dispuesto a dejar su sello con un aporte inestimable. Es una característica colectiva que viene de lejos y que se fue expandiendo con el correr de los gobiernos experimentados en transformarse en aquello que dicen ser, pero no lo son ni lo serán y la inevitable complicidad social. 

Tal vez quien haya entendido mejor que nadie este flagelo de la “boludez” que parece expandirse por otras latitudes como un antiguo virus y sin vacuna aparente, haya sido el popular cantante y genial director cinematográfico Leonardo Favio (1938-2012).

“Nuestro Truffaut”, como lo apodan quienes lo quieren, le dijo una vez al tristemente célebre exministro de Economía Domingo Cavallo que si quería que le diese la fórmula para pagar de una vez la deuda externa argentina. Cuando el ministro aceptó la oferta y preguntó ¿cómo?, la respuesta fue clara y contundente: “Exportando lo que más y mejor se produce en el país: mermelada de boludos…” 

 No le faltaba razón. Solo basta recorrer la historia moderna de aquel país y ver cómo va cundiendo en otras latitudes. No solo la recurrencia de golpes de Estado (la más de las veces con sede en Washington), pero siempre, o casi siempre (excepto en 1955 con la caída de Juan Perón), con la anuencia de gran parte de su sociedad. Al gobierno más honesto de su historia, el del expresidente Artur Illia (1964-1966), lo calificaban de “lento”. Más tarde, bajo los efluvios de la Revolución Cubana y la Guerra Fría, la guerrilla le declaró la guerra a un gobierno democrático en 1974, cuando la deuda externa no superaba los 4 000 millones de dólares y había prácticamente pleno empleo. La dictadura militar (1976-1983) no solo desapareció y torturó a mansalva, sino que también adoptó la política de los Chicago Boys, que venía haciendo estragos del otro lado de los Andes, para luego, apoyados por buena parte de la sociedad exultante de fervor patriótico, llegaron a creer en la boludez monumental de que Estados Unidos iba a traicionar a su aliado histórico, Gran Bretaña, y así se metió en la Guerra de Malvinas, las que pretendió recuperar con una legión de soldados de entre 18 y 20 años, prácticamente sin formación militar, pero de una valentía nunca recompensada del todo. He aquí el otro lado de la boludez: la hijueputez. 

Pero la boludez colectiva no acabó allí. Creyeron aquello de que con la “democracia se come y se educa” que repetía Raúl Alfonsín (1983-1989), para luego transformarse a la fe ciega en el primermundismo y en la revolución productiva de Carlos Menem (1989-1999), el padre de “la patria decadente” y en aquello de que un peso valía un dólar, lo que terminó con el país volando por los aires y decenas de muertos en diciembre de 2001.

Volvieron a creer en que “los argentinos estábamos condenados al éxito” con Eduardo Duhalde (2001-2003), aunque nunca supimos “al éxito de quién”, y llegaron a convencerse de que un gobernador de corte feudal y de pasado en un nacionalismo peronista de excelente relación con los dictadores en su provincia, Santa Cruz, de repente se había convertido en un líder de izquierda y compañero de ruta de la Revolución bolivariana de Hugo Chávez, como Néstor Kirchner (2003-2007) y de su esposa, Cristina Kirchner (2007-2015).

A falta de políticas novedosas, la boludez (no ya la anomia, sino la boludez) se erigía en la única ideología de Estado posible. Creyeron que Mauricio Macri (2015-2019), miembro de una familia prebendista del Estado si las hay, iba a regenerarse y reparar el daño causado. Aquello fue como dejar a un zorro dentro de un gallinero. La boludez inconmensurable se agravó cuando hasta los votantes de Macri llegaron a creer que el kirchnerismo debería volver para reparar todo el daño que habían causado. Ahí están las consecuencias. El experimento del mercado a nivel global, el de Javier Milei y sus dislates permanentes (operaciones de criptomonedas mediante) aparece como el último grito de la boludez argenta. Ahora, una gran mayoría, se desarma en su devoción por “las fuerzas del cielo”. 

Es un rapto de boludez distinta. Con un dejo a secta de algunos sectores Libertarios, similares a los del kirchnerismo de paladar negro, pero brindando espectáculos de baja estofa en el parlamento, con agresiones cruzadas hasta en compañeros del mismo bloque político, insultos por doquier y un nivel de debate digno de los tiempos que corren. Nivel APB. O sea, “a prueba de boludos”.

Eso sí, después de cada fracaso, el boludo, fiel a su esencia, se hace olímpicamente el boludo. Acepción que el diccionario de Caro y Cuervo refleja como aquel que suele “fingir desconocimiento de algo o hacerse el desentendido respecto de un hecho…”. 

Este pequeño compendio, tal vez, pueda ayudar a entender a muchos hermanos latinoamericanos, cuál es el grado de boludez en sangre que carga cada una de nuestras sociedades. Podemos cambiar los nombres de los actores. Pero los personajes son calcados. ¿Es posible creer que un magnate puede solucionar los graves problemas estructurales de un país? ¿O que un partido con un líder condenado en ausencia por corrupción puede llegar a hacer lo que antes no hicieron cuando no, repetir el desmadre? 

Una prohibición de ingresar a Estados Unidos por corrupción se asemeja a los premios Latin Grammy de los restos de la política regional. No se le priva a ninguno. Ni a Rafael Correa, primero, y ahora a la viuda de Kirchner, como antes al colombiano Ernesto Samper (1994-1998), entre otros. Eso es todo lo que tiene Washington —metido como está en amenazar a medio mundo y prepararse para una nueva era de confrontaciones bélicas y comerciales,  para su patio trasero, aunque por lo visto allí, el virus de la boludez, también comienza a hacer estragos. 

Alcanza con escuchar a Donald Trump queriendo anexar Canadá o Groenlandia, tomando distancia de Europa cuando por debajo de la mesa acuerda con Vladímir Putin, que lleva a más de uno a reflexionar con la coherencia habitual que puede permitir el huevón medio. “¡Boludo, todo esto, que pasa en el mundo, es una verdadera hijueputez!  

Y es ahí mismo donde la frontera entre el boludo y el hijo de puta vuelve a difuminarse y cuando el saber popular hace un nuevo aporte con aquello de que “a las armas las carga el diablo (máximo representante de los hijos de puta) y las disparan los boludos”.



0 comentarios



Te puede interesar




Lo último