La enfermedad de la política es la polarización y esta enfermedad no es exclusiva de los políticos; todos nos aferramos a ideas preconcebidas por múltiples condicionamientos. Las ideas son productos del cerebro y el cerebro de un progresista y el de un conservador reaccionan de modo diferente ante la misma información. Este es el origen de la polarización.

Plantear la reconciliación política o un proyecto nacional, parece inútil. Ni argumentos ni información técnica tienen efecto. Las tecnologías que nos deslumbran con las capacidades de las máquinas, están usando nuestras debilidades, “su verdadera fuente de poder ha sido llevarnos a nuestro narcisismo, a nuestro enojo, ansiedad, envidia, credulidad y, por cierto, a nuestra lujuria”, dice Martin Hilbert.

La dependencia de las redes sociales incrementa la polarización. No solo los consumidores, sino también los emisores se hacen dependientes de las redes sociales. Las instituciones del Estado no son vistas como instrumentos para procesar conflictos, sino como instrumentos de poder.

La lucha política no es lucha de ideas ni rivalidad de proyectos, es competencia de intrigas y mentiras como la trampa grotesca de la comisión de fiscalización a Diana Salazar. La transparencia en la gestión de gobierno ha desaparecido; ha sido reemplazada por sainetes de TikTok, explicaciones mentirosas y balbuceos de voceros que no creen en la prensa.

Parecía que la regeneración era posible a partir de la rehabilitación de los partidos políticos, pero los partidos están satisfechos medrando del caos y no manifiestan ningún afán de cambio. Las élites no dan señales de vida y los educadores necesitan ser educados.

Tendremos que esperar la aparición de líderes honrados y capaces que reduzcan la distancia entre los grupos sociales, que entiendan el valor de los espacios públicos para la recreación, la cultura y la comunicación humana. Debemos empezar por hablar de los temas que nos unen y haciéndolo con respeto y tolerancia.