Por Jorge Gallardo
Aunque como si fuera una obligación pasar todo el tiempo haciendo reclamos, señalando defectos, encontrando culpables, formulando quejas y lamentos, lo cierto es que también hay cosas buenas, admirables y dignas de reconocer.
Se repite en diferentes carreteras del país un hecho singular: vendedores de los productos que cosechan en sus pequeñas y muy modestas tierras. De esa forma ganan un dinero para vivir. Lo hacen, no cabe duda, honradamente y, diría, con positiva respuesta de los conductores de vehículos que por allí circulan.
Entre Guayaquil, donde vivo y Piñas, mi tierra a la que viajo con frecuencia, hay unos 270 kilómetros y, realmente, los vendedores apostados a lo largo de la vía, con sus productos muy bien ordenados, frescos, de colores intensos, al tiempo de construir y ofrecer un paisaje bello y único, son una invitación permanente para la compra y la degustación.
En esta época, apenas superado el paso del pago de peaje en Durán, los mangos, por decenas de miles, en cajas y coquetamente embalados, se dejan ver frescos y provocativos. Lo hacen para anunciar que comienza la ruta de las ventas. Vendrán luego los tradicionales puestos del Km. 26, llenos, sobre todo, de frutas costeñas. De allí en adelante tendremos saquillos de arroz y de maíz, pescados de río y mar, cangrejos, conchas, humitas, tortillas de maíz, guineos verdes y maduros y, a poco de cerrar mi viaje –cuando ya se sienten los efectos de la limpia oxigenación que produce el hermoso bosque protector de Buenaventura (a 1.000 m.s.n.m., en Piñas)-, aparecen las naranjas, dulcísimas, jugosas, de amarillo perfecto, que le regalan un aroma especial a la carretera.
Quizás el señor Iza y su mala compañía entiendan que este país también existe y es trascendente, es verdadero, merece paz y vías expeditas para sobrevivir. Quizás el señor Iza y sus secuaces no atenten y, cuales brutales sicarios, maten a esta imprescindible actividad laboral y de supervivencia.