Silba en la tribuna un nadalista inquebrantable como si ya conociera el final, como si alguien le hubiera chivado el desenlace o, sencillamente, como si ya supiera que ocurra lo que ocurra ahí abajo, sobre la arena, la historia está escrita y el destino decidido. A Rafael Nadal le llueven los palos de Alexander Zverev, enorme el alemán durante hora y media, como si hubiera metamorfoseado; pocas veces se le ha visto tan serio, tan aplicado, tan centrado. Tan buen tenista.
Sin embargo, el que se lleva un palazo definitivo es él, que lo ha puesto absolutamente todo sobre la mesa pero se marcha de mala manera, primero en silla de ruedas y luego en muletas por una torcedura salvaje del tobillo derecho, lesionado. Palmas para él, de los pitos al cariño: “¡Sas-cha, Sas-cha, Sas-cha!”. Antes, lo ve venir: ahí llega Nadal, el coco, erre que erre, más y más grande conforme salva una, y otra, y otra, y otra, y otra… y así hasta cuatro puntos de set en el tie-break. Hasta que decanta el primer parcial con un golpe pasante y pulveriza emocionalmente la tarde. Ya no hay vuelta atrás: 7-6(8) y 6-6, tras 3h 13m. Por dentro, el de Hamburgo ya había reventado.
Se resiste el tres del mundo, pero la situación es irreversible. No tal vez ante otro, sí contra Nadal. Las 36 primaveras del español y su acceso a la final de París llegan así, con otra de esas portentosas exhibiciones de resiliencia, de épica, de prosa guerrera. En realidad, no podía ser de otra manera. No con Nadal.
El balear se rebela contra los elementos, las circunstancias y contra su pie; llueve en París, se cubre la central y el dolor no desaparece, pero rema, rema y rema, y cuando debe dar un golpe certero, letal otra vez, lo asesta y la Chatrier estalla: “¡Ra-fa, Ra-fa, Ra-fa!”. Ya es, según establecen los registros, el segundo finalista más veterano en la historia del torneo –un peldaño por debajo del estadounidense Bill Tilden, 37 en la edición de 1930– y si logra su 14 trofeo, el 22º major, se convertirá en el campeón de mayor edad, honor que todavía corresponde al barcelonés Andrés Gimeno, 34 en 1972. (El País)