Si hasta hace poco eran esporádicos, ahora por recurrentes producen escalofrío. Hace bastante tiempo, no obstante, se advirtió de los inminentes riesgos que corría el Ecuador en su institucionalidad y, claro está, también en el conglomerado social, por la infiltración de los poderosos tentáculos de la corrupción, no precisamente de la común y corriente sino por aquella vinculada al narcotráfico, a la narcopolítica, al coyoterismo y a otras formas que desarrollan en el mundo las transnacionales del delito. Y, ante los avisos del peligro en ciernes, ¿cuál fue la respuesta de los principales responsables de evitar que esto suceda? Mirar para otro lado, dejar hacer, dejar pasar. ¿Eso los vuelve cómplices? Por supuesto.
Sin perjuicio de no olvidar otros casos, los recientes denominados Encuentro, Metástasis, Purga y Plaga (hasta el cierre de este comentario), cuya ejecución y procesamiento ha sido posible gracias a la firme y valiente -si no audaz y atrevida por su relevancia y necesario registro en la historia-, de la fiscal Diana Salazar, desnudan y ponen en evidencia que las advertencias y avisos no eran humo, tampoco acciones conspiratorias o desestabilizadoras, menos inventos de los medios de comunicación independientes o de políticos disfrazados de periodistas. Los gobernantes de los últimos 17 años, con uno que hizo de cachiporrero, se hicieron “los giles” y hoy los ecuatorianos son víctimas de la cosecha de la siembra de la maldad.
Es imprescindible un fuerte sacudón, con el ímpetu de un terremoto de gran escala de Ritcher y que alcance a todos. Los poderes Ejecutivo y Legislativo deben escarbar profundamente y deshacerse de la escoria. La administración de justicia debe eliminar de un solo tajo la pestilente y vergonzosa podredumbre que la arropa. Las fuerzas de seguridad deben ser implacables con la limpieza en sus filas. Las organizaciones políticas están moralmente obligadas a desratizar, desinfectar e higienizar sus membretes y sus membresías. La empresa privada debe acabar con su supuesta santificación, admitir la corrupción existente y desaparecerla.
En fin, tanto los citados como los que faltaron y todos los ecuatorianos en general deben comprometerse al cambio positivo e impedir ser testigos del establecimiento y funcionamiento de un estado fallido que, al parecer, ya se deja ver en los umbrales de la puerta territorial.
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