Teníamos un conflicto interno declarado para luchar contra el crimen organizado; ahora tenemos un nuevo conflicto entre instituciones y poderes. El primer conflicto nos cobra vidas, extorsiones y desempleo; el segundo conflicto interno puede dejarnos sin presidente o sin democracia si no se conjura a tiempo.
La marcha organizada por el presidente y el gobierno en contra de la Corte Constitucional ha conducido la política al callejón sin salida de lo irracional. Si el gobierno triunfara y doblegara a la Corte, terminaríamos en lo que han advertido los políticos sensatos y los constitucionalistas honrados: un poder ejecutivo autoritario y arbitrario.
Si la Corte Constitucional se atreviera a dictaminar, de manera definitiva, como inconstitucionales los artículos o las leyes cuestionadas y se negara a calificar la pregunta de la consulta sobre el control político a la Corte, el presidente Noboa podría verse forzado al desacato o quizá a convocar una Asamblea Constituyente.
Es evidente que no se trata solo de una estrategia política para culpar a los magistrados del fracaso en la lucha contra el crimen organizado y eludir el costo y las consecuencias para el gobierno, se trata de acumular poder y confrontar con el único obstáculo que le queda para imponer su plan, cualquiera que sea.
Los funcionarios y voceros del gobierno simulan no entender que la Corte Constitucional solo cumple su deber y aplica las facultades que le otorga la Constitución. Someter a juicio político a los juristas cuando las sentencias desagradan a los parlamentarios, equivale a eliminar el control constitucional y someter a los jueces al capricho de los políticos.
Lo más sorprendente es la inercia social; se acelera el avance hacia el autoritarismo y muy pocos levantan la voz. El silencio de los partidos, la academia, las élites y las organizaciones sociales puede indicar que resulta aceptable la idea de un dictador bueno o creen que un gobierno fuerte es la solución para nuestros problemas.
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