El regreso de los docentes a las instituciones educativas de la Sierra, previo al inicio del año lectivo, es siempre un momento cargado de expectativa. Son ellos quienes preparan las aulas, afinan sus planes de clase y reafirman su compromiso con los estudiantes. Sin embargo, este retorno también desnuda las carencias estructurales y las improvisaciones de un sistema que no ha sabido responder con coherencia a las demandas de la educación ecuatoriana.
El Ministerio de Educación ha reconocido un déficit de 2.223 docentes en el régimen Sierra-Amazonía. Antes incluso de que lleguen los estudiantes, muchos maestros saben que deberán asumir grupos adicionales, dividir su tiempo y trabajar bajo una presión que limita el verdadero proceso pedagógico. A esto se suma la implementación de las nuevas inserciones curriculares, sin que la capacitación docente haya concluido, lo que incrementa la sensación de incertidumbre y sobrecarga. La consecuencia es clara: el burnout docente —una combinación de agotamiento emocional, desmotivación y desgaste profesional— se ha convertido en un enemigo silencioso en las instituciones. Cada vez más maestros enfrentan jornadas extendidas, múltiples responsabilidades administrativas y poca valoración de su esfuerzo. El resultado es un sistema que erosiona lentamente a quienes deberían ser su motor principal.
Las falencias también son materiales. Aunque oficialmente se afirma que la mayoría de planteles está en buen estado, en la práctica abundan instituciones con techos deteriorados, laboratorios inservibles y baños que atentan contra la dignidad. Así, el docente regresa no solo a enseñar, sino también a remendar un sistema roto. El problema se agrava con una gestión anclada en la burocracia. Rectores y autoridades distritales permanecen en sus cargos más allá del tiempo que la ley permite, perpetuando prácticas poco transparentes y limitando la innovación. Lo advirtió Simón Rodríguez hace más de dos siglos: “Enseñen y tendrán quien sepa; eduquen y tendrán quien haga”. Hoy seguimos atrapados en un sistema que enseña en precariedad y no educa para la transformación.
El ingreso de los docentes debería ser un símbolo de esperanza. Sin embargo, se convierte en un recordatorio de la urgencia de contratar más maestros, invertir en infraestructura, estabilizar el currículo y renovar autoridades. Sin estos cambios, el inicio de clases será otra vez un ejercicio de resistencia, con docentes al borde del burnout, en lugar de una verdadera construcción de futuro.
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