En política, a veces el enemigo no existe… hasta que alguien en el poder decide inventarlo. Esa es la trampa. En lugar de resolver problemas, se fabrican batallas. En una democracia sana, la comunicación institucional debería servir para informar con transparencia, rendir cuentas y garantizar que la ciudadanía entienda qué se hace desde el gobierno, por qué y cómo le afecta. Sin embargo, hay momentos en los que esta misión se tuerce y se convierte en una maquinaria de propaganda.
Una de las tácticas más riesgosas —y tristemente recurrentes— es la creación deliberada de antagonistas: enemigos diseñados para reforzar la narrativa oficial, movilizar apoyos y justificar decisiones. Esta estrategia, aunque efectiva a corto plazo, es profundamente antiética. Alimenta la desinformación, erosiona la confianza pública y ahonda la polarización social. Y lo más grave: sustituye el debate sobre los resultados reales por un espectáculo de confrontación permanente.
Para que usted lo entienda, apreciado lector, en la comunicación gubernamental los “manuales” para fabricar antagonistas pueden aplicarse de muy diversas maneras:
- El enemigo externo: un país, una organización internacional o un grupo criminal que “amenaza” la seguridad nacional. Este recurso se utiliza para justificar medidas excepcionales, como aumentar el gasto militar o restringir libertades.
- El enemigo interno: partidos opositores, minorías étnicas o religiosas, o ciertos sectores de la sociedad que se etiquetan como obstáculos para el progreso. Así se abren las puertas a políticas discriminatorias o represivas.
- La narrativa del miedo: a través de propaganda, se construyen imágenes simplistas y negativas de estos “enemigos”, incentivando temor y rechazo para cohesionar apoyos.
Lo preocupante es que esta táctica no siempre se apoya en hechos verificables. Puede sostenerse en información parcial, exagerada o directamente falsa, convirtiéndose en una herramienta de manipulación. Un ejemplo reciente es el caso de la Corte Constitucional: en la marcha convocada por el presidente Noboa, buena parte de sus simpatizantes la acusaba de ser “correísta”, sin saber que su última renovación se dio en el propio gobierno actual y, antes, en el de Guillermo Lasso.
Además, su origen institucional se remonta a la Constitución de 2008 —un hecho que hoy algunos usan como argumento de rechazo—, pero que en realidad obedece al proceso liderado por el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social de transición, presidido por Julio César Trujillo, encargado de la designación inicial de los actuales jueces.
En Ecuador, el presidente Daniel Noboa ha hecho de los antagonistas un elemento central de su estilo de comunicación. Desde su llegada a Carondelet en 2023, señaló al “viejo Ecuador” y a los partidos tradicionales como su primer adversario. Luego vinieron otros: la entonces vicepresidenta Verónica Abad, acusada de desestabilizadora; los grupos de crimen organizado; el alcalde de Guayaquil, Aquiles Álvarez; el correísmo; y más recientemente, la Corte Constitucional, tras suspender artículos de leyes impulsadas por su Gobierno.
Analistas consideran que Noboa sigue una lógica similar a la del correísmo, ya que busca antagonistas para mantener cohesión política y materializar su discurso poniéndole nombre y apellido a su oponente. Esto ha sido posible gracias a su aún robusto capital político. Sin embargo, otros señalan que esa fortaleza no es tal, y que la necesidad de fabricar enemigos respondería más bien a la falta de resultados concretos en áreas clave.
Pero todo esto tiene un alto costo democrático. La creación de enemigos políticos o institucionales genera efectos profundamente nocivos; fíjese en estos tres puntos esenciales:
- Fomenta la polarización social, dividiendo a la ciudadanía entre “leales” y “traidores”.
- Erosiona la confianza en las instituciones, al convertirlas en piezas de un tablero de guerra política.
- Desvía la atención de los problemas estructurales: inseguridad, desempleo, falta de acceso a servicios básicos, corrupción.
No hay que olvidar que la comunicación institucional no pertenece al gobernante de turno, sino al Estado. Su propósito no es la autopromoción ni la defensa personal, sino garantizar el derecho de la ciudadanía a estar informada de forma clara, transparente y oportuna.
Por ello, la ciudadanía tiene un papel crucial: no está condenada a aceptar pasivamente esta estrategia de antagonistas. Debe informarse a través de múltiples fuentes, salir de sus burbujas, exigir rendición de cuentas y desconfiar de los discursos simplistas.
Porque, al final, un gobierno que necesita enemigos para gobernar no solo nos divide: nos debilita como sociedad. Y en tiempos de crisis, lo último que necesitamos es un líder que prefiera fabricar batallas antes que construir soluciones.
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