Hay momentos en que los pueblos, cegados por la eficacia aparente de un hombre fuerte, confunden orden con justicia, popularidad con legitimidad y aplausos con verdad. En El Salvador, la modificación constitucional que permite la reelección indefinida no representa solo un cambio jurídico: es la renuncia voluntaria a un límite, y por lo tanto, a la libertad.
La filosofía política más elemental enseña que el poder sin freno se convierte en tiranía, aunque se vista de modernidad o controle la narrativa en redes sociales. Que muchos salvadoreños no solo acepten, sino aplaudan la erosión de los contrapesos democráticos, no debe alarmarnos solo por la figura de Bukele, sino porque revela una versión exacerbada y contemporánea del hombre-masa (Ortega y Gasset), el cual renuncia al esfuerzo crítico, se satisface con obedecer a cambio de seguridad, y abandona la reflexión política necesaria para resistir al autoritarismo. Pero un pacto social legítimo no puede fundarse en la sumisión acrítica.
Se argumenta que esto no es una dictadura porque hay elecciones, que todo es legal, que el pueblo lo aprueba. Pero ¿para qué complicar lo evidente con tecnicismos legales y discursos emocionales? A veces, la explicación más sencilla es también la más certera —como recuerda la Navaja de Ockham—: una herramienta de higiene mental frente a la manipulación. Si un régimen concentra todo el poder, elimina los contrapesos, persigue la crítica y permite la reelección indefinida, lo más probable es que sea una dictadura. Lo demás son excusas.
Bukele y sus defensores —como tantos regímenes híbridos— se apoyan en sofismas contemporáneos: que el respaldo popular lo legitima todo, que si hay elecciones no hay dictadura, que si se respetan ciertas formas legales, el fondo no importa. Pero la democracia no se mide por el número de votos, sino por el respeto al límite. Y ese límite ya fue cruzado. No hacen falta tanques ni censura oficial: basta que millones celebren su sometimiento y vean en el poder sin freno una virtud.
Bukele, como Trump, niega que lo suyo sea una dictadura. ¿Y si mañana un asesino niega su crimen, debemos absolverlo? ¿Qué clase de época es esta, donde el veredicto no depende de los hechos, sino del relato del acusado? Tal vez estemos ante una nueva forma de poder: la autocracia performativa, donde basta con negar para justificar el horror. El peligro no es solo el tirano, sino el aplauso feroz de quienes aman su capucha más que su libertad.
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