Ayer, mientras buscaba inspiración para escribir, me encontré con una foto aérea de Guayaquil. Tenía en mente hablar de arquitectura verde o sostenible… y, sin embargo, la imagen me golpeó con una contradicción brutal. Era la postal de lo que algunos llaman “desarrollo”: una inmensa superficie gris y blanca, plana, sin vida ni color, donde apenas asomaban, dispersas, unas pocas islas verdes. Pequeñas manchas de naturaleza resistiendo, casi ahogadas, en medio de un océano de cemento.
Guayaquil de mis amores, mi familia materna es de allí. Me encanta visitarla. Pero hasta ahora no me había detenido a mirarla con los ojos de una profesional ambiental. Y lo que vi es profundamente preocupante.
Según un estudio de la ESPOL (2021), apenas el 26 % del área urbana está cubierta por árboles. Y de acuerdo con el INEC (2010), la ciudad contaba con solo 1,12 m² de área verde por habitante. Son cifras antiguas, sí, pero dudo que hoy sean mejores. La ciudad sigue expandiéndose en construcciones, carreteras y zonas urbanizadas, mientras espacios vitales como Cerro Blanco, la Reserva de Producción Faunística Manglares El Salado, Mongón, Plano Seco o el Bosque Protector La Prosperina, quedan cada vez más aislados y amenazados.
Estas áreas no son simples “manchas verdes” en el mapa: son ecosistemas de valor incalculable. El Bosque Protector Cerro Blanco, por ejemplo, abarca 6.078 hectáreas de bosque seco tropical. Allí viven más de 700 especies de plantas, 221 especies de aves —nueve de ellas en peligro de extinción—, además de 54 especies de mamíferos, 12 reptiles y 10 anfibios. Y, aun así, enfrenta minería ilegal, tala, invasiones y la incertidumbre sobre proyectos viales que podrían fragmentarlo aún más. De esas 6.078 hectáreas, solo 2.000 están bajo protección activa de la Fundación Pro-Bosque. El resto posee una declaratoria de “bosque protector” que, en la práctica, no asegura su cuidado. Y lo mismo sucede con otras reservas de la ciudad.
Por eso, la voz de los activistas ambientales en Guayaquil no solo merece ser escuchada: merece respaldo real. El verdadero desarrollo no se mide en metros cuadrados de concreto, sino en la capacidad de una ciudad para garantizar bienestar y resiliencia a largo plazo.
Una ciudad tan cálida, y no hablo sólo del clima, sino de la calidad de su gente, donde cada habitante cuenta con apenas 1,12 m² de área verde, cuando la OMS recomienda un mínimo de 9 m², debería estar pintándose de más verde.
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