Cada 25 de julio, Guayaquil se convierte en mucho más que una ciudad que celebra su fundación: se transforma en un escenario donde los discursos son termómetro y trinchera, vitrina o barricada, este 2025 no fue la excepción, en plena sesión solemne por los 490 años de la ciudad, el alcalde Aquiles Álvarez y el presidente Daniel Noboa pronunciaron dos intervenciones que, sin mencionarse directamente, trazaron líneas de batalla ideológicas, simbólicas y de poder.
Sus discursos revelan no solo dos visiones políticas, sino también dos maneras de entender el ejercicio del liderazgo en un país fracturado por desigualdades, centralismo y urgencias, ambos tomaron la palabra el mismo día, uno desde el corazón económico y social de la ciudad, el otro, desde la institucionalidad y representación del poder nacional dentro de nuestra provincia.
Lo que siguió, no fue un simple acto protocolar, fue una disputa narrativa entre un municipalismo herido que reclama justicia, según el señor alcalde y un presidencialismo tecnocrático que pide comprensión para sus recortes y que lo dejen trabajar en paz.
Aquiles Álvarez, utilizó la sesión solemne como un púlpito de resistencia, no celebró con euforia ni disfrazó su mensaje con ornamentos diplomáticos, fue directo, frontal, incluso áspero. Habló de una Guayaquil “que no pide favores, sino que exige lo que le corresponde”.
Su mensaje no fue técnico, fue emocional, no ofreció cifras macroeconómicas, sino una narrativa de dignidad ofendida, construyó su legitimidad no desde los indicadores, sino desde el contacto con la calle, con el polvo de los barrios populares y el desencanto de los olvidados.
Del otro lado, el señor presidente, defendió sus reformas como parte de una cirugía institucional necesaria, habló de despidos masivos en el sector público, de fusiones de ministerios, de eficiencia y transparencia, usó frases como “la gente pedía esto hace años” y “necesitamos un Estado más ejecutivo, más limpio”.
Su discurso fue pulido, gerencial, enfocado en metas de gestión. No apeló al corazón, sino a la lógica. no habló de Guayaquil como símbolo identitario, sino del país como sistema administrativo que necesita reorganización y progreso.
Ambos modelos tienen respaldo popular y ambos corren riesgos, Álvarez puede quedarse atrapado en la denuncia sin ofrecer soluciones estructurales más allá de la obra pública, Noboa, por su parte, corre el riesgo de despolitizar la gestión y transformar decisiones dolorosas en simples ecuaciones técnicas, ignorando el impacto social y emocional que generan, pero con la convicción de saber que es lo necesario realizar por el futuro del Ecuador.
Guayaquil, una ciudad históricamente rebelde frente al centralismo, es hoy escenario de un nuevo conflicto discursivo, el señor alcalde la defiende como trinchera económica, cuna de resistencia y reserva moral frente a un Estado que, según él, ignora sus aportes, el presidente la mira como una importante prioridad nacionales, donde deben aplicarse políticas estructurales sin excepciones emocionales.
La sesión solemne del 25 de julio dejó de ser una postal protocolar para convertirse en un espejo del país, en ella se reflejan las tensiones entre el centro y la periferia, entre lo técnico y lo emocional, entre la administración del poder y su legitimación simbólica.
Guayaquil, siempre será un escenario entre el poder local y el poder central con cada uno de sus liderazgos, los ciudadanos de bien, debemos estar muy atentos a estas confrontaciones con tintes politiqueros y en el momento que fuere necesario, como ya lo hemos hecho en innumerables ocasiones, defender nuestra Ciudad de nuevos “Piratas” que la quieren subyugar a sus dominios; esperemos por el futuro promisorio de nuestra querida ciudad, que nos llenemos de nuevos líderes que obren por el bien de todos.
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