Ecuador ha ingresado en una etapa política que no encuentra precedentes exactos en su historia republicana. No vivimos en una democracia convencional ni bajo una dictadura tradicional. Lo que tenemos es una democracia sitiada, obligada a gobernar con las reglas de la guerra sin dejar de rendir culto a las formas del Estado de derecho. Un oxímoron institucional, una guerra silenciosa que lo condiciona todo.
Nunca antes el Estado había enfrentado un enemigo con tal grado de penetración territorial, logística y simbólica. El crimen organizado ya no es un fenómeno periférico: se ha incrustado en el sistema judicial, en la policía, en la política local y hasta en el lenguaje cotidiano de poder. Las balas ya no suenan en las fronteras, sino en los tribunales. La corrupción dejó de ser desviación y se volvió método. El Estado perdió el monopolio de la violencia, y el ciudadano lo sabe.
En este contexto, pretender evaluar al gobierno con los manuales de gobernanza de Oslo o Ginebra es no entender nada. No estamos ante un gabinete más, sino ante una administración obligada a improvisar en medio del fuego. Eso impone otro juicio y otro lenguaje.
El contrato social —como lo entendía Rousseau o como lo reglamentó el constitucionalismo decimonónico— está hecho trizas. El pacto original entre Estado y ciudadano ha sido roto no por decreto, sino por abandono. Por cada escuela vacía, cada policía infiltrado, cada fiscal amenazado, cada juez comprado. Hoy no existe un solo “Ecuador” bajo una sola ley: hay zonas tomadas, vigiladas y ausentes. Zonas que ni siquiera el GPS del Estado puede cartografiar.
Y sin embargo, en este cuadro de fractura, hay un orden nuevo que empieza a emerger. Precario, sí. Inestable, también. Pero real. En ese intento por recomponer autoridad, aparece el trabajo silencioso de ciertas figuras que no figuran en la pasarela del poder. Uno de ellos es John Reimberg, ministro del Interior. Lejos del espectáculo, ha sostenido la línea de mando en una de las carteras más vulnerables al colapso. Su liderazgo se mide en resistencias rotas. Y en estos tiempos de ruido, el silencio que ejecuta vale más que la palabra que promete.
Pero si Reimberg es el músculo callado, Noboa es el enigma en el centro del tablero. Frío, reservado, sin partido orgánico, sin discurso ideológico, sin concesiones populistas… y sin una oposición que logre quebrarlo. Subió impuestos, liberó precios, despidió miles de empleados públicos —y en lugar de tambalearse, se consolidó.
Gobierna con control. No busca gustar, pero termina imponiéndose. Lo que haría caer a otros, a él lo fortalece.
Pero el poder también se equivoca, incluso cuando acierta. Y Noboa se equivoca. A veces bastante. A leguas se percibe que no tiene un cuarto de guerra —ni en sentido técnico, ni simbólico—, y que muchas de sus decisiones parecen más fruto de conversaciones de pasillo que de estrategia de Estado. Se ha rodeado de amistades livianas, de lealtades improvisadas, de ministros jóvenes que confunden osadía con solvencia, y energía con sabiduría.
La política, como el amor, requiere lo que cantaba José José en “40 y 20”. Juventud y experiencia: La primera para avanzar, la segunda para no extraviarse. Pero Noboa, a veces, parece caminar solo, como un ajedrecista moviendo piezas con intuición, pero sin mapa.
Y en ese andar solitario, el riesgo no es caer, sino no saber quién lo empujó.
¿Será que el país no estaba preparado para Noboa? ¿O será que Noboa ve un país que los demás aún no logran descifrar? No lo sé. Pero de algo estoy seguro: en medio del fuego cruzado, el presidente Noboa ha logrado lo más difícil —hacer que el poder funcione-. Y eso, en Ecuador, ya es un milagro.
En el presente, caminamos con los pies sobre ruinas, pero con la frente levantada. Hoy el país no discute ideologías, sino resultados. No se pregunta quién grita más fuerte, sino quién resuelve. No busca salvadores, sino operadores. Y en ese terreno, el presidente Noboa ha encontrado su espacio. Como si estuviera hecho para este momento y este momento hecho para él.
El futuro está abierto, incierto, áspero. Puede llevarnos hacia una institucionalidad basada en autoridad legítima, modernidad económica y justicia real. O puede —si flaqueamos— devolvernos al ciclo de caudillos que prometen redención mientras reparten castigo. Esa es la disyuntiva. Ese es el umbral.
¿Seguiremos avanzando con dolor, pero con dignidad? ¿O volveremos al aplauso fácil de quienes nos desarmaron desde dentro?
El pueblo sabrá responder. Pero mientras tanto, el Estado —contra todo pronóstico— sigue en pie. Y eso, en este Ecuador sitiado, ya es una victoria.
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