Un día en Lorocachi

Jul 24, 2025

Por Kléver Antonio Bravo

Como en algunos días de suerte, un miércoles de julio de 1998 aterrizó el avión Aravá en el cuartel de Lorocachi. Para quienes no conocen, o nunca conocieron este cuartel, cuyo lema se mantiene: “Donde ni las águilas se atreven y donde el diablo baila llucho”, es el cuartel más alejado y el más olvidado. Algo así como Siberia, pero en la Amazonía ecuatoriana, frente al río Curaray, en el extremo este de la provincia de Pastaza. Algún problema con algún jefe, o no se cumplió la orden a cabalidad, o un descuido en los pases… A Lorocachi.  

Desde allí se controlaban tres destacamentos de adelantada hacia la frontera con Perú: Cononaco, Ceilán y el Tigre. Este último se ubicaba en una puntilla entre los ríos Conambo y Pindoyacu. Allá por la década de los sesenta era una cárcel que terminó siendo cuartel, el puesto más avanzado desde San José del Curaray. Por allí desfilaron sacerdotes capuchinos, extranjeros estudiosos de la antropología oriental, uno que otro político de la provincia y, claro, oficiales, tropa y conscriptos del Ejército, monos y serranos que no lograban esconder su instinto depredador y la incomodidad que les causaba vivir en plena selva, selva vivita.   

Retomando el tema del Aravá, su arribo paralizaba toda la actividad del cuartel, porque este bienaventurado del aire traía nuevo personal militar y sus familias, abastecimientos para el rancho, materiales de construcción y una que otra persona en calidad de “invitada especial”. El aterrizaje, en una pista lastrada de 327 metros de longitud, era la emoción de todo el cuartel. De verdad. Todos corríamos a ver quiénes venían o quiénes se iban. Aquí los pilotos eran los más consentidos. Si tenían la buena voluntad de aceptar un ceviche de bagre del Curaray, en buena hora; caso contrario, su gesto de dominio de la situación decía que se debían bajar los pasajeros y la carga en el menor tiempo posible. De igual manera con los que salían. Pero algo bueno hacían: cuando un oficial salía con el pase, le dedicaban un sobrevuelo por el cuartel, ya que eran los últimos minutos en este infierno verde.

Aquel miércoles fue un tanto especial. Bajaba del avión una señora a quien le esperaban cuatro conscriptos. Era una “invitada especial”, cuya tarea nos recuerda a la novela Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa. La Charlie, la Clase – 6. “Samaritanas del amor” las llamaba José Luis Perales en una de sus canciones. En fin, venía con memorando en mano, firmado por el jefe de personal de la Brigada Pastaza, y con ello, tenía luz verde para sus labores en la Villa Cariño. Así nada más. Venía a su trabajo nocturno con la maleta de perfume y cosméticos, guardando en su corazón una historia por demás común entre sus colegas: se “unió” de adolescente, al cumplir sus 18 años ya tenía dos hijos y un marido que le maltrataba día y noche… Logrando separarse de ese monstruo, no tenía otra opción que dedicarse al oficio más antiguo…

Otro de los personajes del Aravá era el ingeniero de vuelo. Hacía su agosto vendiendo helados saboreados en ese mismo instante, hasta que cerraba la puerta de este avión de fabricación israelí, porque un Lorocachi con apenas dos horas de luz en las primeras horas de la noche, no se prestaba para esos lujos. Se cocinaba con leña, deleitando al paladar de los comensales con un buen bagre con arroz, yuca, verde y muchas cosas que daba la tierra. Hablamos de la hora del rancho.

Luego de pasar lista en la tarde, tipo dos y media, se pretendía hacer algo de instrucción militar, pero el calor, la humedad y unos mosquitos microscópicos llamados arenillas no daban permiso. Entonces venía la tarde deportiva. Infaltablemente se jugaba vóley y fútbol, no importa si caía el aguacero de Lorocachi o el sol que nos curtía. Todo era bienvenido. El baño, el rancho y la noche venían sin arenillas y con una luna que doblaba la dimensión de las lunas de la Costa o de la Sierra. Y qué mejor conciliar el sueño con el ruido de los insectos, porque en la selva hay más ojos que hojas. Así, se terminaba el día apagando la luz de diez velas, pues era la mejor forma de leer, olvidando que el libro amanecía ondulado por la humedad.  Hasta mañana mi Lorocachi querido. ¿Quién te dijo que eres el infierno verde? Lejos de carreteras, lejos de petroleras, siempre serás un paraíso.



1 Comentario

  1. Sería bueno recordar que en la área de Lorcachi no existían piedras y hubo el propósito de construir una piscinas en esa área tan alejada pero no olvidada. En cada ocasión que entraba un avión con personal y su equipo se escondían piedras en sus mochila, con mucho tiempo de espera se logró reunir las codiciadas piedras y se construyó la piscina en ese “infierno verde”. Pocos conocen de este episodio ni siquiera los pilotos, mucho menos los que disfrutan de este “lujo” en esa área tan alejada e inhóspita…

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