La figura de Francisco Swett Morales permanece, todavía, envuelta en una niebla selectiva. Para algunos, fue simplemente un ministro de Finanzas más, asociado al rigor fiscal y al lenguaje áspero de los números. Para otros —menos ruidosos pero más lúcidos— representa un caso singular de integridad intelectual en un país que suele castigar la claridad y recompensar la improvisación.
Pero el verdadero legado de Swett no radica ni en las cifras que defendió ni en las columnas que escribió. Su valor está en lo que se atrevió a pensar. En una nación donde el pensamiento económico suele fluctuar entre el populismo de corto plazo y la retórica culposa de la dependencia, Swett fue un hereje: defendió sin ambages la responsabilidad fiscal, el mercado como asignador de recursos, y la técnica como barrera contra el desorden. No como dogma, sino como principio operativo.
Durante el gobierno de León Febres Cordero —otro hombre de ideas firmes—, Swett asumió el Ministerio de Finanzas como quien acepta una misión suicida: controlar una economía en crisis, resistir las presiones internas, dialogar con acreedores externos, y mantener la cordura en medio del vendaval político. Luego, desde la Junta Monetaria, siguió delineando los contornos de un Ecuador que al menos aspiraba al equilibrio. Sus decisiones fueron impopulares, sí. Pero también necesarias. Y profundamente suyas.
No fue un reformista mesiánico, sino un conservador racional. En un país adicto al gasto, su austeridad resultaba ofensiva. En un sistema donde la tecnocracia ha sido caricaturizada como insensible, su precisión era vista como frialdad. Pero Swett sabía que el cortoplacismo mata, y que los países no se construyen sobre eslóganes, sino sobre reglas.
Su legado es más político que económico. No por partidista, sino porque nos obliga a revisar una pregunta esencial: ¿Qué ocurre cuando alguien se niega a traicionar su pensamiento, aun a costa de su popularidad?
Swett nunca se dejó domesticar por el poder. Fue, si se me permite la expresión, uno de los últimos hombres de Estado en un entorno dominado por operadores tácticos.
En sus columnas posteriores, escritas con la serenidad de quien ya ha cumplido su turno en el frente, mantuvo el filo de sus ideas. No escribía para halagar al lector. Escribía para advertirle. Para recordarle que detrás de cada subsidio artificial hay una hipoteca moral.
Y sin embargo, la derecha ecuatoriana —esa criatura que a veces actúa como si tuviera vergüenza de existir— no supo nunca qué hacer con Swett. Se incomodaba con él porque no jugaba a ser simpático. No se disfrazaba de centro-izquierda. No necesitaba pedir perdón por defender el mercado, la inversión, la disciplina. Hoy esa misma derecha, confundida y acomplejada, se disfraza de socialdemocracia, como si apoyar el capital con conciencia social fuese pecado, y no el fundamento de la prosperidad moderna.
Swett se enorgullecía de eso. Se pudo equivocar, sí —todo pensador verdadero asume ese riesgo—, pero jamás claudicó en principios. Y entonces la pregunta ya no es sobre él, sino sobre nosotros: ¿Dónde está la derecha fuerte? ¿Dónde está el pensamiento de derecha fuerte, con moral, con lógica, con orgullo? No se lo ve.
Y para quienes lo conocimos de cerca, Francisco Swett no era solo el pensador firme y el tecnócrata sin ataduras. Era también un hombre de conversación brillante, de humor fino, de una amistad sincera y de un encanto personal admirable. Sabía moverse con naturalidad en los salones más exigentes, y lo hacía sin impostura, con ese señorío que domina las artes sociales sin perder la sustancia. Pero no había que confundirse: detrás del gesto afable y el estilo pulcro, vivía un libre pensador analítico, profundamente crítico, capaz de desmontar una idea con elegancia, y de sostener la suya con convicción hasta el final.
Hoy, cuando el Ecuador flota entre crisis repetidas y liderazgos frágiles, la figura de Swett se yergue como una columna solitaria de mármol entre escombros de yeso. Su paso por la administración pública no dejó promesas, sino advertencias. No nos legó aplausos, sino estructuras. Y en un país de memoria corta y gratitud selectiva, su figura sobrevive no porque sedujera multitudes, sino porque ancló su conciencia a una verdad que no se negocia: que sin orden no hay patria, y sin carácter no hay futuro.
Francisco Swett Morales no fue un símbolo del poder. Fue su antídoto. En su sobriedad, hubo coraje; en su firmeza, dignidad; en su pensamiento, una forma de libertad que no se supo domesticar.
Tal vez no haya epígrafes con su nombre, ni estatuas en los parques. Pero —parafraseando a Borges— fue un hombre de una fidelidad secreta, alguien que honró una verdad que ya no se lleva, pero que, al perderse, revela la decadencia de la época. Y quizás, si alguna vez volvemos a ser república, su nombre no estará en las plazas ni en las pancartas, pero tal vez habite en los planos invisibles de algún templo, en ese rincón sin nombre donde la historia guarda con pudor a los que nunca se rindieron, a los que pensaron con altura cuando todos decidieron callar.
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