En los últimos años, la violencia carcelaria en Ecuador ha alcanzado un nivel crítico. Las cárceles de “máxima seguridad” no solo han fallado en su función, sino que se han convertido en auténticas repúblicas autónomas del crimen organizado. En 2025, la violencia penitenciaria persiste con masacres frecuentes que evidencian la total incapacidad del Estado para controlar estos espacios.
En este contexto de colapso, un policía llamado Wellington Anchundia fue señalado por entrenar a niños sicarios, alimentando las filas del crimen organizado. ¿Cuántos más hay? Además, el hermano de ‘Fito’, líder de Los Choneros, vendió una propiedad vinculada al narcotráfico en Manta con la permisividad del Registrador de la Propiedad. Frente a esta descomposición estructural, Noboa presenta su propuesta estrella: la castración química para violadores. No una reforma integral del sistema judicial ni una política que enfrente las causas profundas del delito, sino una solución hormonal convertida en espectáculo político.
La castración química consiste en la administración periódica de sustancias que inhiben la producción de testosterona. Aunque reversible, este proceso requiere supervisión médica rigurosa, acceso constante a medicamentos y acompañamiento psicológico, condiciones que un sistema de salud ya debilitado no está en condiciones de garantizar. Por eso, plantear su implementación resulta no solo inviable, sino ilusorio.
Pero el problema va más allá de la logística: reducir la violencia sexual a un asunto exclusivamente hormonal es un enfoque erróneo desde perspectivas sociológicas y psicológicas. Expertos en estas áreas coinciden en que la violencia sexual está profundamente arraigada en estructuras sociales y procesos mentales complejos, donde el deseo de control, dominación y sometimiento cumple un rol central. No se trata solo de impulsos fisiológicos, sino de factores culturales, emocionales y de poder que configuran el comportamiento agresivo.
En vez de atender las raíces sociales, económicas y culturales de la violencia —pobreza, exclusión y abandono—, se opta por una medida vistosa y de fácil aceptación política. ¿No sería más efectivo priorizar sentencias justas, seguridad penitenciaria, atención en salud mental y educación sexual integral? La castración química, en este contexto, representa mera escenografía: una respuesta de fachada que disfraza la parálisis institucional y posterga, una vez más, las soluciones reales.
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