Siempre supimos, aunque más de una vez fingimos no tenerlo en cuenta, que la profesión de periodista, tal como estaba pautada desde fines del siglo XIX, era, es, o puede seguir siendo (en aquellos que la aplicaban a cabalidad) de sumo riesgo.
Para demostrarlo, ahí siguen, a la buena de dios y del narcotráfico, los hombres y mujeres de prensa a lo largo y ancho de México, que siguen cayendo bajo las balas de la mafia, carentes de protección y soporte estatal. Y todo por esa obligación asumida (lo que en varias lenguas podría llamarse también pasión). No somos médicos, pero aquellos que abrazamos alguna vez al periodismo como una razón de ser e intentamos tratarlo como lo que debiera ser: una infalible herramienta de control democrático, el juramento hipocrático no está escrito, aunque siempre habrá quien lo haga para con uno mismo, como era de rigor hasta no hace mucho tiempo.
Con los medios tradicionales en crisis, con la comunicación sufriendo la metamorfosis lógica del cambio de era al que estamos asistiendo, el periodismo tradicional, como se lo concebía (y se sigue, cada vez menos, concibiendo), aparece indefenso, como una víctima colateral de la gran damnificada en esta etapa dela historia: la verdad.
Forzados a su subsistencia, no son pocos, a lo largo del mundo, los medios tradicionales que fueron cediendo su rol para embanderarse con gobiernos o sectores de poder. Los ejemplos cunden. Cadenas de televisión y radio colocadas al servicio de un sector, rivalizando por el índice de audiencia con otra de un sector opuesto, es algo cada vez más común, como maquinaria para generar grietas en sociedades polarizadas hasta el hartazgo. Desde aquellos que se erigen en “periodistas militantes” hasta aquellos que exacerban el término “Libertad” cada dos palabras. (“dime que alardeas y te diré de que careces…”)
Un panorama más que desolador para el periodismo bien entendido. O sea, el de los cánones tradicionales. Las redes sociales fueron supliendo a la crónica, los influencers a los reporteros, y la investigación está pronta a convertirse en una pieza de museo en el mundo de la prensa.
El desplome de los salarios (en sintonía con la pulverización de la pauta publicitaria tradicional) fue haciendo mella en los trabajadores, por lo menos en los últimos tres lustros. Y eso, lo saben mejor que nadie los hombres y las mujeres del poder, que se aprovechan de la coyuntura o la sufren en carne propia. Y vuelvo a citar dos ejemplos que, no por recurrentes, sino por exceso de obviedad y por tenerlos más a la mano, lo ejemplifican mejor que tantos otros: el del presidente argentino, Javier Milei, y presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez.
Rodeado de una coyuntura económica más que difícil, en un año y medio de gestión, Milei logró aminorar la inflación, descomprimir el gasto público y normalizar el comercio exterior. Poco más. La abultada deuda funciona como una espada de Damocles sobre su gobierno, y necesita —a como dé lugar— una victoria en las elecciones legislativas de este año para poder caminar tranquilo hacia el final de su mandato. A falta de propuestas y de políticas concretas (¿cómo se come eso?) para sacar al país del marasmo, solo atina a polarizar con una oposición que brilla por su inexistencia y el ataque sistemático a los hombres y mujeres de prensa que osan, dudar o cuestionar sus medidas. El insulto es su munición más recurrente. El calificativo de “ensobrado” (untado) para todo aquel periodista al que elige como blanco de sus ataques es ya un clásico diario de la actualidad argentina.
Una actitud presidencial, que en otra época hubiese levantado quejas y, ¿por qué no?, hasta manifestaciones en contra. Sin embargo, en la actualidad, la sociedad en su conjunto (esa misma que disminuye su presencia en las urnas) no repara en esas cuestiones.
De allí, la evidencia de que Milei sabe dónde pega y por qué. Surgió a los primeros planos políticos como tertuliano en programas de televisión, donde acumuló la experiencia necesaria para proferir insultos y acusaciones de corrupción a periodistas sin pagar costos ni tener deudas con la Justicia. Esa es la característica de la corrupción, lo salpica todo y sus manchas son, irremediablemente, indelebles.
Y, más allá que en nuestro característico espíritu de cuerpo, nunca salimos a delatar a colega alguno, esos especímenes son más que conocidos aquí, allá y en todas partes. Es entonces cuando todos, sin excepción, nos convertimos en cómplices en este proceso largo y sostenido de destrucción de “la profesión más hermosa del mundo”, al decir de Gabriel García Márquez y de la que muchos podemos dar fe.
Por estos días, el bueno de Pedro Sánchez se muestra acorralado en el Palacio de la Moncloa (sede del Gobierno). Viene careciendo de tiempo para practicar sus piezas de peronismo explícito a las que tuvo acostumbrado a propios y a extraños. Los casos de corrupción de su familia y colaboradores lo tenían aturdido, pero hubo en todo ello un detalle que es necesario reparar: la ruptura con el soporte mediático de su gobierno. El Grupo Prisa, que llevaba años prestándole su artillería del periódico El País y de la cadena radial SER como usinas de marketing y propaganda al gobierno sanchista, sin el más mínimo disimulo, en tiempos del verdadero jefe político de Sánchez, de José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011), al menos se permitía algún recato.
Lo llamativo del caso es que a Sánchez se le jodió el caminado de su gestión, inmediatamente después de esa ruptura entre la cúpula empresarial de Prisa y la Moncloa, si bien los medios que se hicieron eco de las evidencias que arrojaba la Guardia Civil y la Justicia fueron otros medios tanto ferozmente opositores como más cercanos al gobierno (como el www.eldiario.es).
Por lo pronto, el tema da para plasmar una hipótesis a investigar si en alguna redacción aún queda talento, pasión y ganas para hacerlo.
La lógica indica, casi a gritos, que la democracia es cada vez más una entelequia. Un cascarón vacío, corroído por los vicios del poder. ¿Y si carecemos de ella, para qué sirve el periodismo en tanto aliado de la sociedad?
Respuestas sobran y parten desde el Poder y todas en el mismo sentido. En dirección a acabar con la verdad y sus drásticas consecuencias. Justo ahora, en tiempos de inteligencia artificial y su contraparte más cruel, un brutal déficit de aprendizaje en la educación pública que se replica en distintas naciones e idiomas.
Entonces, lo que queda de nosotros, los periodistas de ayer, de hoy y de siempre, estamos condenados a mantener la cruzada, teniendo en cuenta que nadie se muere en la víspera.
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