Al celebrar los 130 de la Revolución Liberal, entenderíamos que, hasta la fecha, no hemos reconocido sus logros y sus conflictos, partiendo de la separación de la Iglesia y el Estado, la introducción de la educación laica y la construcción del ferrocarril en la región Andina. Así también, no se debería pasar por alto, el reguero de sangre durante sus años de gobierno alfarista: Gatazo, San Miguel de Chimbo, Las Cabras, Columbe, Chambo, Cuenca, Riobamba, Taya, Guangoloma, Sanacajas, la Campaña de los 20 Días, Huigra – Naranjito – Yahuachi…
Para aventurarnos en esta pequeña historia, hemos de reconocer la causa de este episodio que cambió el destino de Ecuador: el tristemente recordado escándalo de la “venta de la bandera”, a finales de 1894. Don Aurelio Noboa, redactor del diario guayaquileño El Imparcial, fue el encargado de expresar su rechazo al presidente Luis Cordero. Por eso, un grupo de liberales formaron un comité encabezado por los señores Pedro Carbo, José Luis Tamayo, Felicísimo López y Rafael Pólit. Lo que vino después fue que el país convulsionó ante un acto de corrupción tan denigrante para la patria. Hubo levantamientos armados, ataques a cuarteles, destrucción de los cables del telégrafo… Se había encendido una guerra civil.
Con tantos levantamientos armados en diversos puntos del territorio nacional, el presidente Cordero persistía en la defensa de su cargo, incluso se sabe que, en la defensa del Palacio de Gobierno, los últimos cartuchos fueron disparados por los cadetes del Colegio Militar que él había fundado tiempo atrás. En medio de todo este caos, Cordero presentó la renuncia el 15 de abril de 1895, tomando la posta el vicepresidente, don Vicente Lucio Salazar. En fin, este desorden nacional fue aprovechado por los liberales de Guayaquil, quienes dieron paso a la famosa Junta de Notables.
Llegado el 5 de junio, la Junta de Notables se reunió en casa de don Ignacio Robles. Una vez reunidos, se trasladaron a los salones de la municipalidad. Allí elaboraron el acta de pronunciamiento a favor de Alfaro, quien no estaba ese día en Guayaquil, estaba en Managua, en calidad de asesor militar de su hermano masón, el presidente liberal José Santos Zelaya. El acta, elaborada por los señores Manuel María Suárez y Emilio Arévalo, resolvió desconocer la Constitución de 1883; y, por ende, el gobierno de Vicente Lucio Salazar; de igual manera, el documento nombraba jefe supremo de la República y general en jefe del Ejército al benemérito general Eloy Alfaro.
El 6 de junio llegaron a Guayaquil las fuerzas irregulares de toda la Costa, al tiempo en que don Ignacio Robles enviaba un cable a Managua, notificando al Viejo Luchador que el solio presidencial estaba listo para él. Al respecto, el periodista de ese entonces, Manuel de J. Calle, decía que “él no había hecho la revolución, antes bien, fue la revolución que se acordó de él”.
Alfaro regresó al país el 17 de junio. Dos días más tarde, don Ignacio Robles le impuso la banda presidencial, declarando vigente la Constitución de 1878.
No hay revolución sin sangre, decían nuestros mayores. Efectivamente, la Revolución liberal cambió el destino de Ecuador a costa de sangre y fuego. Y sí. Cambió el destino de la patria, algo así como el golpe de Estado del 10 de agosto de 1809. Sin embargo, a quienes llevamos a Ecuador en el corazón y en la conciencia, inevitablemente nos viene a la memoria otras revoluciones, claro que sí, una en especial, de harta propaganda, que terminó en fugas, actos de corrupción y un presupuesto en soletas. Pues, si a eso lo llaman “revolución”, entonces que el pueblo siga diciendo lo que su instinto le exhorta: “aunque robó, pero hizo obra”. Habrá en la historia más revoluciones. Seguro. Pero no de tal estatura.
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