La reciente aprobación de la Ley de Inteligencia en Ecuador ha encendido las alarmas. Con el mínimo de 77 votos en la Asamblea Nacional, el oficialismo y sus aliados le han dado luz verde a una herramienta que, si bien el partido de Gobierno (ADN) defiende como clave para combatir la creciente inseguridad que nos ha convertido en uno de los países más violentos del mundo, el correísmo y varios expertos temen que se convierta en un arma de espionaje y persecución política.
El nuevo Sistema Nacional de Inteligencia redefine por completo la forma en que el Estado ecuatoriano accederá, gestionará y protegerá la información estratégica. ¿Qué significa esto en la práctica? Atentos:
- Adiós a la autorización judicial: Ya no se necesitará una orden de un juez para interceptar comunicaciones. Esto es un cambio radical.
- Obligación de entregar datos: Todas las personas, empresas e instituciones, sin excepción, estarán obligadas a entregar información al sistema. Sí, leíste bien: todos.
- Identidades encubiertas y fondos secretos: Se autoriza el uso de agentes con identidades falsas y se crea un fondo especial con información clasificada, fuera del escrutinio y control tributario.
Aunque la ley prohíbe explícitamente el espionaje por razones étnicas, religiosas o políticas, los especialistas son claros: el acceso extendido a nuestra información privada es una puerta abierta a posibles abusos y a la vulneración de derechos fundamentales. Uno de los mayores “vacíos”, según los expertos, es la falta de mecanismos efectivos de supervisión para el manejo de esta información sensible. Si bien la norma menciona que la Contraloría auditará y “quemará” documentos, ese acceso restringido ya es una señal de alerta.
El “cheque en blanco” que muchos ecuatorianos le otorgaron a Daniel Noboa, en su afán por soluciones rápidas a la inseguridad, ahora se materializa en esta Ley de Inteligencia. No nos engañemos: habrá espionaje a todo aquel que sea considerado “sospechoso”.
Es fundamental entender que una ley como esta, concebida supuestamente para enfrentar el crimen organizado, puede desviarse fácilmente de su objetivo. El riesgo no está en la ley en sí misma, sino en quienes la aplican y en quienes tienen el poder que el pueblo les ha dado.
El Observatorio de Libertades Ciudadanas ha identificado los derechos en riesgo, y no son pocos:
- Derecho a la privacidad: Nuestra vida digital y personal, al descubierto.
- Garantía al debido proceso: ¿Se respetarán las formas en las investigaciones?
- Derecho a la protección de datos personales: La información más sensible de nuestra vida, ahora en manos del Estado sin filtro judicial.
- Libertad de expresión y participación: El miedo a ser espiado puede silenciar las voces críticas.
- Igualdad ante la ley: ¿Seremos todos “sospechosos” por igual o habrá criterios discrecionales?
Esto es, ni más ni menos, una invitación abierta para que el Estado nos vigile a todos de forma poco ética e indiscriminada.
Ecuador, un país con una profunda desconfianza en sus instituciones, parece haber abrazado esta ley como una solución extrema a una crisis extrema. Esperamos el pronunciamiento de la Superintendencia de Protección de Datos y de la Defensoría del Pueblo, entidades que deberían ser garantes de nuestros derechos. Sin embargo, la Asamblea Nacional, con su mayoría afín a ADN, parece haber ignorado las recomendaciones de expertos y los estándares internacionales que protegen las libertades fundamentales.
Muchos países tienen leyes de inteligencia, sí, pero en contextos muy diferentes: democracias robustas, instituciones sólidas y niveles de confianza pública que en Ecuador simplemente no existen.
Este es el verdadero dilema: ¿Y si el problema no es si estamos a favor o en contra de la ley, sino CÓMO y QUIÉNES la utilizarán?
En un país con nuestra cultura política –alta desconfianza personal e institucional, instituciones débiles, corrupción normalizada y la normalización del “vivo”–, pensar que una ley así se aplicará éticamente es, francamente, inverosímil. Esta ley, en nuestro contexto, corre el riesgo de convertirse en un arma más al servicio de intereses particulares, no del bien común.
Porque, como bien dicen expertos, la justicia tiene que ver con libertad, valores y virtud. Una ley, por “buena” que parezca, puede volverse peligrosísima si se aplica sin ética, sin límites y sin garantías.
Las opiniones ciudadanas reflejan esta polarización: desde quienes creen que “el que nada debe, nada teme” y que la ley solo afectará a “los que deben ser investigados”, hasta quienes ven en ella una puerta abierta al “odio político” y al control autoritario. Hay quienes justifican la medida por la “putrefacción social” que vivimos, pero siempre con la preocupación de “cómo la aplicarán”. Y luego están los que, con una visión más cínica o realista, afirman que “cuando el lobo elabora las leyes, no es crimen comerse a Caperucita”.
No quiero ser pesimista, pero la historia nos ha demostrado, una y otra vez, los abusos de poder por parte de los órganos de inteligencia. Como ciudadanos, debemos ser, como siempre digo, vigilantes. Exigir que quienes administren esta ley tengan la inteligencia necesaria, sean éticos y, sobre todo, que nos den garantías, porque esta “bomba” puede explotar.
Sigo creyendo, que cuestionar no es traicionar, es despertar.
En fin, la hipotenusa. Por él votaron. Que le resulte a Noboa.
¿Cuándo el “bien común” justifica perder nuestra intimidad, nuestra dignidad y nuestra presunción de inocencia? Recordemos siempre: el poder, cuando sobrepasa sus límites, se convierte en abuso.
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