En lo que va de su segunda temporada en la Casa Blanca, el bueno de Donald Trump no cesa. Anda de aquí para allá con una antorcha imaginaria, cuál pirómano sin control. Encendió la bronca en California, en Chicago o allí donde haya alguien que se le oponga o trate de rescatar la democracia liberal en sus últimos estertores. O bien accionando todos los focos de conflicto que nos van acercando al peor de los mundos.
Legisladores heridos o asesinados en las últimas horas y una multitudinaria marcha contra la faz autoritaria de Trump van calentando el ambiente en el corazón del gendarme global, cuyo desenlace no deja espacio para optimismos, todo mientras la Tercera Guerra Mundial pareciera seguir cobrando forma.
El último capítulo en ese sentido fue el ataque de Israel a Irán. Por una ventana, asegura que la decisión de Benjamín Netanyahu fue unilateral y, por otra, dos días más tarde, sostiene que estaba al tanto de los planes de Tel Aviv porque se había vencido el plazo que él, en su condición de amo global, le había dado al gobierno de los ayatolás para poner fin a su programa nuclear.
La respuesta iraní no se hizo esperar, como tampoco las advertencias, que sirven para poder imaginar qué es lo que se espera. Teherán advirtió que el próximo objetivo serán las bases regionales de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, los principales proveedores de armas de Israel y, ¿por qué no?, cerrar el paso en el estrecho de Ormuz, por donde pasan entre 17 y 20 millones de barriles de petróleo (entre el 20 % y el 30 % del consumo total mundial) a diario. No se necesita, entonces, medir las nefastas consecuencias.
Ahora, ¿quién, y cómo, podrá frenar esta escalada bélica en Oriente Medio? La respuesta puede estar en los esfuerzos vanos, hasta aquí, por encauzar un camino de paz entre Ucrania y Rusia, o en el relajo de la comunidad internacional, en su conjunto, por sancionar a Netanyahu, ante la violación sistemática de los derechos humanos en Gaza.
Ante un panorama semejante, el aumento de los precios del petróleo aparece como un detalle menor (aunque no menos grave) en el actual escenario internacional.
En tanto, por aquí abajo, en Sudamérica, los ecos de esa guerra están lejos, pero no faltan los inconscientes que pretenden comprarla. El presidente argentino, Javier Milei, visitó Israel los días previos al ataque sobre las bases nucleares iraníes, renovó su apoyo a Netanyahu, cuestionó al Estado Palestino, rezó en el muro de los lamentos, y se fue a España, donde lo recibieron sus aliados de Vox y un escándalo más de la larga cadena de hechos corruptos que circunda a su enemigo íntimo, Pedro Sánchez (cada día un poco más kirchnerista el jefe de gobierno español). Todo muy Milei, quien no parece reparar en los datos históricos a la hora de autopercibirse como un aliado de hierro de Israel.
Argentina fue el único país de la región en sufrir dos sangrientos atentados en la década de los 90 (la voladura de la Embajada de Israel, en marzo de 1992, y la mutual israelita de la AMIA, en julio de 1994). Y es de esperar, en estos casos —y con un esquema de seguridad y defensa propio de la Armada Brancaleone, como es el argentino—, que no haya dos sin tres.
En el ínterin, en Sudamérica demostramos que, a nuestra manera, también sabemos jugar con fuego. Ahí está Colombia reviviendo su pasado inmediato, con atentados contra candidatos, denuncias cruzadas y “el show de Petro y sus adláteres”, como su ministro del Interior, Armando Benedetti. Imposible saberse progresista cuando un gobierno tiene a hombres como Benedetti y un currículum que se asemeja más a un prontuario. Pero ese mismo progresismo llevó a la expresidenta argentina Cristina Kirchner a una condena de seis años de prisión y a abandonar la idea de volver a ser candidata en el futuro. Una decisión de la Corte Suprema de Justicia, que sorprendió a propios y a extraños. Incluso a “Leoncio” Milei, que soñaba con derrotarla en unas elecciones, cada vez con menos votantes, si se toma en cuenta los últimos comicios provinciales.
El destino de “la ama y señora” del peronismo pudo haber sido el de otros exmandatarios en la región, a los que no los unía su devoción progresista, sino la corrupción. A tal punto que ya no se puede hablar de un enfrentamiento entre la derecha y la izquierda, sino entre lo que queda de la democracia liberal y un autoritarismo irredento, que cobija a seres como Trump, Orbán, Meloni, Milei y las firmas que se irán sumando.
¿Cómo definir, acaso, el enfrenamiento con disturbios y heridos, que acaece en Bolivia, entre las huestes del presidente, Luis Arce, y su antecesor y mentor, Evo Morales?
Allí también, las llamas comienzan a expandirse. Un fuego semejante al que puede arreciar si la condenada expresidenta argentina aprovecha su prisión domiciliaria para bailar en el balcón ante sus seguidores —en un intento por pegar las partes rotas de un peronismo que estaba sin rumbo— y el gobierno “liber(autori)tario” no logra encauzar la economía.
En todos estos casos, y con un panorama internacional semejante, muy pocos, podrán escapar de semejante averno.
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