La reciente orden ejecutiva que prohíbe o restringe el ingreso a EE.UU. de personas provenientes de doce países —en su mayoría empobrecidos por siglos de saqueo, intervenciones y abandono— revela una política de exclusión íntimamente ligada a la aporofobia (Adela Cortina): el rechazo sistemático al pobre, al que carece de recursos, al que incomoda por no representar valor económico inmediato en un mundo regido por la lógica del capital.
Esta decisión no responde solo a criterios de seguridad verificables ante los flujos migratorios fuera de control. Responde, en realidad, a una gramática del desprecio: señala, segrega, excluye. Y lo hace envuelta en ropajes de orden, legalidad y soberanía. Se invoca la defensa del Estado, pero lo que se preserva es una jerarquía global profundamente desigual, donde el control migratorio se convierte en mecanismo de selección moral. Como escribió Hannah Arendt, “el derecho a tener derechos” se convierte en privilegio reservado a unos pocos.
No es la primera vez que una potencia decide quién puede circular y quién debe permanecer donde está. La novedad aquí es la crudeza, la declaración sin ambages de que ciertas nacionalidades —sin importar el motivo del viaje— no son bienvenidas. Que una persona no pueda siquiera estudiar, visitar o asistir a un familiar por el simple hecho de haber nacido en ciertos territorios constituye una forma brutal de deshumanización institucionalizada.
No se trata, por tanto, de quién desea vivir en EE.UU. o no. Ni siquiera de creer en el mito ya en ruinas del “sueño americano”. Sino de legitimar un sistema global de supremacía económica y geopolítica, replicable en otras latitudes, que se alimenta además de prejuicios raciales heredados y convenientes.
Pero la genética desarma ese montaje: compartimos el 99,9 % del ADN; las “razas” no existen, solo pequeñas variaciones por adaptaciones ambientales. Pero el poder no corrige ficciones cómodas: las explota para legitimar exclusiones. No se reduce únicamente a la apariencia o al grado de blancura o negritud; la construcción social del ‘otro’ trasciende lo visible para sostener desigualdades.
La verdadera línea divisoria no pasa entre quienes desean migrar y quienes no, sino entre quienes son tratados como sujetos de derecho y quienes son convertidos en amenazas por haber nacido en un país empobrecido. Medidas como esta consolidan una cartografía del desprecio, donde las fronteras no separan territorios, sino niveles de humanidad permitida.
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