El fin de semana pasado, la Asamblea, controlada por la mayoría de ADN, aprobó una ley que, según ellos, dará herramientas para combatir el crimen organizado. Esta norma ha generado controversias tanto dentro de la Asamblea – con las amenaza a los legisladores que llegaron por Pachakutik y que, de aprobarla, serían expulsados – como fuera de ella – con las críticas a su constitucionalidad y legalidad, y al hecho de que abarca muchos temas más allá de los económicos urgentes que motivaron su presentación y discusión.
Pero más allá del drama político y las cuestionables justificaciones legales, no podemos perder de vista lo que realmente importa: el bienestar y la paz de los ecuatorianos. Eso es lo que está en juego, y es lo que nos hace reaccionar con tanta pasión ante temas de seguridad.
No se trata solo de cifras —aunque son alarmantes: 2.361 homicidios en el primer trimestre del año—, ni de toneladas de droga incautadas o detenidos reportados. Se trata de recuperar la posibilidad de vivir sin miedo. De salir de casa con la certeza de volver, de mandar a nuestros hijos a la escuela sin temer que les ofrezcan drogas, de vivir sin la amenaza constante de extorsiones o secuestros. Esta es nuestra realidad, y es insostenible. En México o Centroamérica ya hemos visto lo que pasa cuando el Estado falla en proteger a su gente: familias destruidas, comunidades desamparadas, y el avance del crimen como poder paralelo. Nos estamos acercando peligrosamente a ese escenario.
Por eso, cuando cuestionamos leyes como esta, no lo hacemos por molestar sino porque sus resultados nos afectan directamente, y porque lo que necesitamos no son querellas políticas o tácticas de comunicación, sino paz. Es grave que se busque actuar al margen de la ley y del Estado de Derecho; pero es aún peor —miserable, incluso— que se pretenda hacerlo usando como excusa un tema tan sensible.
Ahora, más allá de lo señalado, hay que empezar a exigir resultados. Aunque nada nos garantiza que con esta ley la situación mejorará, esta no puede ser una más de aquellas normas que sobredimensionan las expectativas ciudadanas para luego quedarse de adorno. Y si, además de vivir con miedo, debemos ver cómo se debilitan nuestros derechos mientras el gobierno —a través de su Asamblea— acumula más poder, entonces tendremos que aceptar una verdad que ya conocemos: vivimos en un país que no funciona, no por falta de recursos ni de ideas, sino por culpa de sus políticos. Dependerá de nosotros cambiar esa realidad.
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