Tras el intento de asesinato contra Donald J. Trump en julio de 2024, el mundo fue testigo de la alianza entre el candidato presidencial estadounidense y Elon Musk, el hombre más rico del país. Musk no solo asumió un rol protagónico como uno de los principales financistas del Partido Republicano, sino que además se volvió una presencia constante en los mítines y actos de campaña, consolidando su influencia en la escena política norteamericana.
Dueño de la red social X (antes Twitter), Musk no escatimó en utilizar su plataforma a favor de Trump: silenciando voces críticas respecto a sus múltiples problemas judiciales, amplificando a quienes respaldaban su discurso radical y elevando posiciones homofóbicas y xenófobas, presentándolas como virtudes políticas del entonces candidato.
Tras la victoria electoral de Trump y su llegada a la Casa Blanca, Musk fue designado al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por sus siglas en inglés). Desde allí impulsó medidas de austeridad orientadas a desmontar regulaciones y reducir la burocracia. Entre las primeras medidas, Musk dispuso la eliminación de la Agencia de Desarrollo Internacional (USAID) —encargada de programas de cooperación internacional— y de la Oficina de Protección Financiera del Consumidor (CFPB), que fiscalizaba a Wall Street y defendía los derechos de los consumidores.
Sin embargo, la luna de miel duró poco. A finales de mayo de este año, Musk anunció su salida del DOGE, asegurando que su labor había concluido y dedicando palabras de admiración al presidente Trump, quien a su vez elogió al empresario entregándole las llaves simbólicas de la Casa Blanca. Todo parecía marchar bien, hasta que la administración presentó su proyecto presupuestario al Congreso. Para sorpresa de Musk, dicho proyecto eliminaba las subvenciones estatales destinadas a los autos eléctricos, medida que golpea directamente a Tesla, una de sus principales empresas, cuyas acciones habrían caído en un 14 %.
A partir de entonces, el magnate tecnológico inició una ofensiva pública contra Trump, utilizando precisamente su red social X como tribuna. Musk llegó incluso a insinuar que los archivos relacionados con Jeffrey Epstein no se han desclasificado porque Trump estaría vinculado al escándalo de abuso y trata de menores de edad.
La respuesta de Trump no se hizo esperar. Advirtió que, de continuar los ataques, su gobierno podría cancelar los contratos que mantiene con SpaceX y Starlink —las empresas aeroespaciales de Musk—, encargadas de misiones espaciales y sistemas de comunicación satelital para el Estado.
Mientras tanto, periodistas de medios afines al ejecutivo han intentado minimizar el conflicto, recordando que incluso el actual vicepresidente Vance llegó a comparar en su momento a Trump con Hitler y, pese a ello, terminaron sellando alianzas.
En los círculos internos se reconoce que a Trump le inquieta un eventual distanciamiento con Musk, no solo por el capital político y económico que representa, sino por la información sensible a la que habría accedido durante su cercanía con la Casa Blanca. A ello se suma el riesgo de que Musk decida respaldar futuras candidaturas independientes o encabezar movimientos dentro de los sectores de la ultraderecha que apoyaron a Trump.
Estamos, entonces, ante una ruptura que desnuda las verdaderas motivaciones de los multimillonarios como Musk al apoyar a figuras autoritarias como Trump: el interés económico. El poder político convertido en herramienta para asegurar beneficios estatales a quienes pregonan, contradictoriamente, un discurso contra la intervención estatal y las políticas públicas en salud y educación.
Este distanciamiento deja en evidencia que, detrás de los discursos sobre libertad económica y patriotismo, prevalecen los negocios y los intereses de las élites económicas, mientras los problemas que afectan al pueblo estadounidense continúan relegados de la agenda pública.
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