Este artículo es, sin duda, un homenaje al inmortal profesor de Derecho Político, Ramiro Larrea Santos: maestro de la inteligencia constitucional, hombre que conoció el poder pero jamás sucumbió a sus encantos, formador de generaciones en las aulas de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil.
Para Larrea, hay gobiernos que fracasan por falta de poder y otros por no saber qué hacer con él. En esa tensión —que él explicaba con su lucidez habitual y esa voz pausada, casi litúrgica, que podía tanto iluminar como adormecer— entre lo político y la política, se encierra una clave para comprender la singularidad del gobierno de Daniel Noboa.
En su Derecho Político, Larrea distinguía con claridad entre la faz agonal (el conflicto, la lucha, la confrontación) y la faz arquitectónica (la construcción institucional, la obra duradera del poder). Ambas son necesarias; una sin la otra conduce, o al espectáculo vacío, o a la parálisis tecnocrática.
“Lo político” es el espacio donde se decide quién es el amigo y quién el enemigo, donde emerge la afirmación soberana del poder. En este terreno, Noboa ha brillado. Ha ejercido una sorprendente capacidad de imposición, desarticulado alianzas legislativas adversas e instalado una narrativa de combate frontal contra el crimen organizado. Como recordaría Robert Greene, el poder no se pide: se toma.
Pero tomar el poder no es lo mismo que saber gobernar. Aquí entra la distinción larreana: sin faz arquitectónica, no hay Estado que resista. No basta con la voluntad personal: el éxito de un gobierno —como bien lo supo Gustavo Noboa Bejarano— depende también de la sabiduría para rodearse de personas superiores a uno mismo, con criterio propio y lealtad institucional. Su legado fue justamente ése: construir desde el consenso técnico, sin estridencias, un país más sólido que el que recibió.
La política, decía Larrea, no es solo la técnica del poder: es su arquitectura, su traducción en reglas, alianzas y procesos estables. Y si hoy algo necesita Ecuador, es precisamente esa dimensión que convierte la energía presidencial en estructura republicana.
Noboa ejerce un mando que, por momentos, recuerda al “cesarismo mediático” descrito por Umberto Eco: un liderazgo solitario que se nutre del espectáculo cuando aún no se consolida el tejido institucional. En cada tuit, en cada referéndum, resplandece la faz agonal; pero uno se pregunta: ¿dónde está el plan de largo aliento?, ¿dónde está el Estado que trascienda al líder?
No se trata de negar méritos al actual gobierno —sería mezquino hacerlo—. Ha habido presidentes en Ecuador que no tuvieron ni poder ni política. Daniel Noboa, al menos, ha devuelto a la Presidencia el carácter de mando. En un país capturado por mafias, a veces es necesario que lo agonal preceda a lo arquitectónico.
Pero cuidado: el poder que no se institucionaliza se diluye. Como advertía Robert McNamara sobre Vietnam: sin estrategia, la fuerza sirve solo para ganar batallas perdidas.
Larrea temía que las nuevas generaciones confundieran autoridad con popularidad, liderazgo con impulso. Por eso enseñaba Derecho Político cuando todos preferían hablar de marketing. Hoy, más que nunca, Ecuador necesita pensar el poder con profundidad, ética y visión de largo plazo.
Noboa tiene la fuerza. Le hace falta diseño. Tiene voluntad. Requiere simetría. Ha desatado la guerra, pero aún no ha diseñado la paz. Y si quiere dejar una huella, deberá entender que el poder no se hereda: se construye, se rodea de instituciones, se convierte en legado. Solo así se gobierna en serio. Solo así se cambia la historia.
0 comentarios