El grotesco y la sangre en todos los frentes

Jun 9, 2025

Por José Vales

Vamos de guerra en guerra, sin dilaciones ni pausas. Seis meses de la segunda temporada de Donald Trump, en la Casa Blanca, fueron suficientes para que queden al desnudo las grietas de un experimento excesivamente débil a la hora de medir fuerzas con su principal enemigo: el mismo.

De un plumazo, el presidente se ganó un enemigo íntimo, donde tenía un aliado, al que acusa del consumo de drogas. De paso, el Partido Republicano, perdió a su principal aportante de cara a las elecciones legislativas del año próximo, Elon Musk. El magnate sudafricano no solo desempolvó parte de los archivos de Jeffrey Epstein, en donde Trump aparece de fiesta en fiesta acompañado de esbeltas quinceañeras, sino que también tiró la idea de la creación de un tercer partido, al tiempo que, casi sin proponérselo, insufló energía a un alicaído Partido Demócrata, lo que podría permitirle renovar una mínima esperanza de rearmarse, al menos para la foto. De ser así, ya podrían ir pensando en erigirle una estatua de agradecimiento al bueno de Eliot.

Ya no hablamos de elevados debates políticos o esquemas para cambios sustanciales que ayuden a superar la crisis en Estados Unidos y mejorar su complicada posición global (con su calificación deuda rebajada por todas las agencias de calificación) de cara a una China que no se detiene. Esta es una guerra entre magnates. En un rincón, un multimillonario acostumbrado a la presidencia, en el otro, el hombre más rico del mundo, listos para reeditar una suerte de “Pelea del Siglo”, como aquella de Muhammad Alí y George Foreman, en Kinsasa, pero en otros cuadriláteros y “bien blanca”. Ideal para la óptica profunda y sarcástica del cineasta Spike Lee.

En este combate ambos tienen mucho que perder. El retador, Musk, arriesga el futuro de su conglomerado empresario, que en el último año registró cuantiosas pérdidas (principalmente en Tesla). El inefable Donald se juega el futuro de su gobierno cuestionado por el ala más dura y su ex financista de campaña, por la erogación del gasto público y su política arancelaria.

No obstante, asistimos al capítulo estadounidense del grotesco global, tan en boga  en distintas latitudes del globo, en todo lo que se refiere a cuestiones gubernamentales.

Un día en Emmanuel Macron en guardia ante la pasión boxística de su esposa, Brigitte, otro día es el presidente colombiano, Gustavo Petro, el que da la nota de color mostrándose en público en un estado lamentable, mientras las “malas lenguas”, de sus contrincantes o la de su excanciller, Álvaro Leyva, lo señalan como presunto adicto al alcohol y a cierta clase de estupefacientes. En el medio, la coyuntura social y política de los colombianos vuelve a su histórica deriva. El atentado, del pasado sábado, contra Miguel Uribe Turbay —quien se debate entre la vida y la muerte—, recrea una postal de décadas pasadas. Cuando la Guerra Fría, nos brindaba la cara más horrenda en el corazón del “patio trasero”, a gusto y piacere de la DEA y de la CIA. Hay que leer entre líneas el comunicado del secretario de Estado, Marco Rubio, para empezar a buscar el origen de esos disparos contra un exponente de la casta política colombiana.

Uribe Turbay, es uribista en lo político y nieto del expresidente Turbay Ayala (1978-1982). Su madre fue la periodista Diana Turbay, la que murió atravesada por la balacera de un grupo del Ejército en 1990, enviado por el entonces presidente César Gaviria (1990-1994), en un intento por rescatarla de su secuestro a manos del cartel de Medellín. Sin más, el destino parece haberse ensañado con esa familia, una de las tantas del poder colombiano, el que se suele heredar con el apellido. El detalle más importante a la hora de descubrir la trama de este atentado, habrá que caer en la cuenta de que ya no existe Pablo Escobar, a quien señalar como responsable. Ahora, habrá que bucear en otra especie de mafias.

Pero el grotesco, que envuelve la actualidad, se expande por el globo como un virus. A diario se observa a legisladores, de diferentes nacionalidades y lenguas, reducir el debate de proyectos e ideas a meros insultos, de esos que pueblan las apariciones mediáticas y en redes de algunos presidentes (teléfono para Javier Milei), sin olvidarnos la reciente elección popular de jueces en México, una suerte de aquelarre (al ver a los candidatos en campaña) que pudo haber resultado muy divertido si el tema no fuese tan serio y de inminente  extrema gravedad.

Todo más que digerible para un público cada vez más rápido en pasar el dedo por la pantalla de los celulares y más lento de entendederas. Y es que de lo que se trata es de reducir las ideas a la mínima expresión, porque el proyecto global no radica en brindar soluciones a los grandes problemas de la humanidad, sino en generar nuevos y cada vez más violentos; así hasta concluir con el reseteo.

Y ahí están los otrora aliados Trump y Musk. El primero, devenido en el perseguidor serial de inmigrantes, amenaza a su exfuncionario de revisar sus contratos, el otro, ventila la participación presidencial en el séquito de Epstein de cuya sospechosa muerte en prisión, hace seis años, dejó el aroma de un silenciamiento forzoso para no seguir incriminando a grandes nombres del poder.

De Epstein se dijo mucho, pero no todo. Si bien la Justicia estadounidense logró trazar las relaciones con los grandes personajes del poder, nunca quedó claro, cuál era su relación con el Mossad (los servicios de inteligencia israelíes), por ejemplo.

Para que este vodevil cobre mayor vuelo, ahí apareció Vladímir Putin, ofreciéndole asilo al Mister Starlink. Tal vez temiendo que vaya a exiliarse en Marte.

Mientras la muerte da su presente, cada vez con más fuerza, en sucesivos conflictos, donde el genocidio campea a sus anchas en Gaza, los varones del poder global dirigen en escena a actores de mucho renombre, pero de baja performance. Se trata de que nadie se salga del libreto para que esta nueva era lleve marcado a fuego el sello del grotesco.



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