La lucha de Ecuador contra el crimen organizado no es una figura retórica ni una consigna de campaña. Es una guerra real, con armas, muertos, control territorial y redes logísticas propias de un Estado paralelo. Como advirtió recientemente Rafael Nieto, ex viceministro de Justicia de Colombia, el país está perdiendo esta guerra no por falta de leyes, sino por ausencia de dirección estratégica.
El proyecto de ley presentado por el presidente Daniel Noboa, que declara el “conflicto armado interno” y busca desarticular las economías criminales, es un paso relevante, pero insuficiente. Las guerras no se ganan con normas. Se ganan con doctrina, logística, inteligencia, tecnología y decisión política real para dotar al país de superioridad militar sostenida.
Durante años, América Latina ha intentado contener al crimen organizado con herramientas del derecho penal tradicional. Ese modelo fracasó. La teoría del Derecho Penal del Enemigo, formulada por Günther Jakobs, distingue a los infractores comunes de los enemigos estructurales del Estado —narcotraficantes, terroristas, mafias— que, al romper radicalmente el pacto jurídico, deben ser enfrentados con medidas excepcionales y no tratados bajo las garantías penales ordinarias.
Como sostiene Sean McFate en The New Rules of War, las nuevas amenazas no respetan tratados ni fronteras. Operan con criptomonedas, redes logísticas, corrupción estructural y drones. Son Estados paralelos armados. Y están ganando porque el Estado aún responde con estructuras lentas, subfinanciadas y mal equipadas.
Aunque el proyecto de ley reconoce el conflicto, carece de una arquitectura operativa moderna y un presupuesto de guerra realista. Para tener una idea de la magnitud requerida: el Plan Colombia costó más de 16.000 millones de dólares. Sin una reforma profunda del aparato de defensa, una estrategia tecnológica integral y un mando interagencial sincronizado, la iniciativa quedará en el papel.
En 2023, la National Defense University afirmó que las redes criminales deben ser tratadas como estructuras insurgentes, no como bandas delictivas. Ecuador aún no cuenta con doctrina militar adaptada, ni con fuerzas plenamente entrenadas para guerra irregular urbana, selva profunda o frontera dinámica. Tampoco dispone de tecnología para vigilancia táctica, guerra electrónica o inteligencia predictiva.
Nuestros teatros de operaciones no son desiertos lejanos, ni fronteras muertas: son riberas minadas, pasos ilegales, barrios costeros y pistas clandestinas. Allí se libra esta guerra. Y sin superioridad informativa y tecnológica, se pierde.
La Fuerza Pública ecuatoriana —militares y policías— está agotada. Carece de garantías para enfrentar una lucha desigual. No tienen el blindaje necesario, ni combustible para patrullajes, ni visores nocturnos, ni comando táctico digital. No puede enfrentar fusiles automáticos con camionetas sin protección, ni redes satelitales con notas verbales. Hoy, arriesgan su vida sin superioridad en fuego ni datos.
Colombia nos mostró el camino: la victoria no viene solo de la fuerza, sino de la inteligencia estratégica, la presión financiera, la institucionalidad y una cadena de mando modernizada. Lo aprendimos con la Ley de Justicia y Paz, con la doctrina Petraeus en Irak y Afganistán, y lo confirman expertos como Glenny y Saviano: las mafias caen cuando se les arrebata su economía, su base social y su dominio cultural.
Ecuador necesita algo más que protocolos y declaraciones. Necesita un liderazgo de guerra, no de gabinete. Un Ministro de Defensa que piense como un comandante, actúe como un estratega y decida como un jefe de campaña en territorio hostil. Que no negocie con el miedo ni con la mediocridad. Que entienda que el crimen organizado es un ejército moderno, y que la única respuesta legítima es construir una fuerza más sofisticada, más inteligente y más letal.
Hoy no basta con defender la República: hay que reconquistarla, piedra por piedra, calle por calle, conciencia por conciencia. Hay que arrancarla de las sombras donde el crimen la ha tomado rehén. Y para esa gesta, no basta un burócrata con traje: hace falta un estratega que lidere con autoridad a nuestras Fuerzas Armadas y sepa articular con los grupos de élite; alguien que sea un verdadero puente entre los intereses civiles y la comandancia militar, que se gane el respeto con sapiencia, porque la guerra que vivimos no admite cobardes ni ciegos. Solo quienes dominen el arte de la guerra y sus engaños podrán trazar la ruta hacia la victoria. Porque no basta con avanzar: hay que saber hacia dónde galopa la historia.
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