El conflicto armado interno ecuatoriano reconocido como tal desde enero de 2024, ha traído consigo un sinnúmero de interrogantes en diversos campos: político, económico, social, discursivo, de derechos entre otros.
Más allá de la denominación y la escritura de las amenazas a este conflicto (definidas por el Bloque de Seguridad como: criminalidad organizada, actores no estatales como combatientes y 22 grupos de terroristas) es muy útil servirnos de conceptos y posturas analíticas en las que hagan convergencia las consideraciones empíricas, estadísticas y de la significación otorgada a la gobernanza en seguridad.
Considero que tratar los tipos de conflictividad existentes en el país, el surgimiento de la criminalidad y su constante atomización en nuevas estructuras y las diversas formas de violencia entramadas – trascendiendo incluso lo que muchos analistas sostienen que son invenciones, utilizando la consabida mirada de conspiración- deben ser tratadas con mesura y sensibilidad.
La visión estado- céntrica de la seguridad, el enfoque del uso de la fuerza como salida inmediata a las consecuencias de la conflictividad, al parecer han quedado rezagadas a nuevas acciones que se están implementando para develar el carácter estructural de una profunda crisis económica- matizada por la corrupción y la impunidad en el país; y a la par sus variables críticas. Asimismo, cabe analizar los potenciales hechos portadores de futuro, los signos y señales de posibles emergencias -agudización de las violencias, migración y ampliación de las zonas grises, afectación de las identidades de comunidades, ejercicio de acciones que contribuyen a “construir escenas” e imaginarios dantescos de muerte y el desarrollo de una batalla discursiva en las redes de la compleja situación, que vive el país-.
La voluntad política de recomponer el tejido social fragmentado, polarizado, hasta ideologizado abre la interrogante en torno a la validez de los operadores de fuerza para anticipar y neutralizar acciones delictivas y criminales, mediante una perspectiva de acción unificada, que no se centre en un enfoque securitista sino que se despliegue entendiendo las condiciones socio-económicas, culturales, de derechos que, conjuntamente con las diversas instituciones del Estado relacionadas a la conflictividad, hagan posible el diseño de políticas públicas que prioricen sus recursos para lograr eficacia en las intervenciones neutralizando las diversas capas de violencia.
La acción unificada no es una receta. Implica el diseño de estrategias interagenciales situadas, para gestionar el conflicto, donde son una parte las operaciones militares y policiales específicas, que apliquen también apliquen las doctrinas de derecho operacional. Esto es mirar el horizonte inmediato y el de mediano plazo, en un búsqueda sustantiva de objetivos comunes a todos los ciudadanos como son la seguridad, paz, desarrollo, en el marco de respeto por los derechos humanos, esto es para todo por igual y no instrumentándolos para agendas de otra índole.
La perspectiva de ángeles vs. demonios en el discurso del conflicto armado no ha hecho sino marginar la posibilidad de situar nuevas aristas. Es preciso enfocar la problemática de modo integral, desde el plano humano mediante la comprensión de las implicaciones socio-culturales, familiares y de salud mental de las problemáticas del reclutamiento infantil para los mercados del sicariato, los desplazamientos forzados de población- por ejemplo, campesinos de sus tierras ancestrales y la multiplicación de violencias de género; igualmente, de la severa afectación de grupos vulnerables rurales e indígenas.
Incorporar la variable de desarrollo económico sustentable (agua, educación, salud) para varios grupos excluidos y desatendidos por el Estado por años es inminente; paralelamente se ha de retomar el sentido simbólico del valor del territorio para las comunidades en busca de justicia social, con reglas claras de juego en el ámbito normativo, para proteger a las comunidades locales con anticipación estratégica continua. En medio de ello no hay como perder la esperanza, aun con la presencia de un “miedo omnipresente” que se ha tornado parte de nuestra experiencia vital. De igual manera, mediante la recuperación de la institucionalidad- desmantelando la carroña de la corrupción e impunidad- frente a contextos de incertidumbre dinámica, es ineludible una política humano-céntrica, particularizada en cada zona conflictiva para evitar el resquebrajamiento de las identidades colectivas. El acceso a nuevas oportunidades a educación e infraestructura básica para lograr una vida digna y en ambientes saludables de tranquilidad emocional, también son fundamentales, evitando precarizar la población desplazada que sufre el desarraigo cultural y su propio sentido de vida.
Las operaciones militares y policiales de manera articulada, al cumplir sus acciones de fuerza no pueden alejarse del propósito final que es la búsqueda de la paz, rehumanizando el vínculo social.
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