Ecuador dejó de ser un simple corredor del narcotráfico para convertirse en el epicentro de una economía criminal más profunda, silenciosa y devastadora: la minería ilegal. Este enemigo no se oculta. Es visible, localizable y brutalmente rentable. Sin embargo, el Estado no lo enfrenta ni con la contundencia ni con la inteligencia que la amenaza exige.
El oro extraído ilegalmente no es solo un recurso natural: es el activo ideal para lavar dinero, financiar estructuras armadas, sobornar funcionarios y sostener redes de violencia transnacional. A diferencia del efectivo —que se deteriora y es difícil de ocultar—, el oro es compacto, perpetuo y casi imposible de rastrear y cuyo precio nada más y nada menos es $ 3,336.oo la onza. Su condición de “activo perfecto” lo ha convertido en la nueva cocaína del continente.
En el país existen más de 600 concesiones mineras activas, muchas en territorios donde el control estatal es nominal o inexistente. Algunas han sido vendidas, cedidas o directamente tomadas por mafias locales y extranjeras. Las autoridades lo saben. Las comunidades lo denuncian. Y los gobiernos —por miedo, incapacidad o complicidad— lo toleran.
El asesinato de once militares en Alto Punino, Orellana, en mayo de 2025, no fue una escaramuza ni un accidente. Fue una emboscada planificada, ejecutada con armas largas, inteligencia previa y una voluntad inequívoca de desafiar al Estado. Fue una declaración de fuerza por parte del crimen organizado. Y la respuesta estatal ha sido, hasta ahora, débil y fragmentado.
El presidente ha declarado la guerra al crimen. Pero no basta con declararla. Hay que ganarla. Y para eso se requiere más que propaganda y operativos mediáticos: se necesita doctrina, estrategia, tecnología y determinación de Estado.
Porque la minería ilegal no actúa sola. Está íntimamente ligada al narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas y el lavado de activos. Es parte de una economía criminal integrada, con capacidad financiera, armamento, inteligencia y redes internacionales.
Frente a este desafío, el Plan Fénix —aquel que la exministra de Gobierno mostró ante la Asamblea como quien exhibe la portada de un libro prohibido: lo alzó, lo elogió y lo volvió a guardar, invocando el secreto como excusa para la opacidad— carece de una visión integral. Fue más un acto de ilusionismo político que una política de seguridad. A diferencia del Plan Colombia (2000–2015), que combinó asistencia militar, desarrollo alternativo y presión diplomática, y que según el Departamento Nacional de Colombia costó 16,540,00000.oo Ecuador no ha logrado estructurar una política de Estado. Tampoco ha articulado alianzas internacionales vinculantes ni mecanismos efectivos de control territorial o justicia especializada.
Mientras tanto, cada mina ilegal que sigue operando no solo destruye ecosistemas: destruye soberanía. Cada draga que perfora un río sin castigo es un recordatorio de que el crimen avanza más rápido que el Estado.
El enemigo está armado, organizado y en expansión, y mientras el Gobierno habla de guerra, ellos la están ganando. La pregunta ya no es si Ecuador está en guerra. La respuesta es evidente en los ríos envenenados, los uniformes manchados de sangre y las comunidades abandonadas. La verdadera incógnita es si el Estado ecuatoriano está dispuesto a pagar el precio de la victoria: movilizar recursos a escala de guerra, priorizar inteligencia sobre ideología, y ejercer el monopolio legítimo de la violencia con precisión quirúrgica.
La guerra no se gana con discursos: se gana ocupando colinas, interceptando cargamentos y cortando flujos financieros. Se gana con doctrina, no con improvisación. Y sobre todo, se gana recordando que, en la historia, los Estados que pierden el control de sus recursos estratégicos no son derrotados: se disuelven.
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