Lo que Mujica nos enseñó

May 18, 2025

Por Heidi Galindo

José “Pepe” Mujica ha muerto a los 89 años, y con él se va una forma de estar en el mundo que no admite reemplazo. No fue un político de manual, ni un líder de eslóganes. Fue un hombre que vivió como pensó: sin adornos, sin miedo, sin pedir permiso.

La izquierda rancia querrá arroparlo como trofeo, pero Mujica fue un hereje de todas las ortodoxias. Fue una oveja negra, no de las que acaban —como en el cuento de Monterroso— convertidas en estatuas ecuestres para que su disidencia deje de estorbar. Aunque no está dicho que no lo hagamos.

Criticó el consumismo, pero también la burocracia ideológica. Rechazó el culto al dinero, pero también el culto al dogma. No temió señalar las fallas de la izquierda anquilosada, de esos regímenes de partido único que, disfrazados de revolución, terminan ahogando la libertad y sepultando la dignidad bajo dogmas inamovibles. Mujica sabía que la verdadera transformación no puede imponerse desde el poder absoluto, sino nacer del diálogo y del respeto a la diversidad.

No buscó ser ejemplo: fue coherente, que es más difícil. Pasó aproximadamente 13 años preso, muchos en aislamiento, y salió sin odio. No pidió revancha: ofreció diálogo. Vivió en su chacra, conectado con la tierra; donó su salario; manejó un escarabajo viejo. No por marketing, sino porque creía que la austeridad es una forma de respeto. Nos enseñó que la política puede ser un acto de amor, que el poder no tiene sentido si no sirve para aliviar el dolor ajeno. Lo aplaudimos por lo que debería ser normal, como si lo humano fuera excepcional. Tal vez nos impresiona su sencillez porque estamos más emparentados con la codicia que con la decencia.

Habló de lo importante: de la desigualdad, del planeta que estamos destruyendo, del sentido de la vida. “¿Cuál es la responsabilidad con la vida?”, se preguntaba. Y en ese tono le hablaba a la humanidad, como si aún valiera la pena pensarla. Respaldó causas controvertidas, no para desafiar al sistema, sino porque entendía que gobernar es ampliar derechos sin imponer verdades ni prejuicios.

Hoy multitudes lo despiden, pero él ya lo había dicho: no le interesaba el recuerdo si no estaba acompañado de acción. Su legado no es un altar, sino una invitación: no lo etiquetemos, pero sí mantengámoslo vivo en la memoria de quienes aún creemos que la ética puede gobernar. Pepe Mujica no fue un santo ni un mártir. Fue un ser humano libre. Y, en tiempos de servidumbres voluntarias, eso es revolucionario.



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