“Gobernaré el país y el mundo”, declaró Donald Trump en la revista The Atlantic. La frase no es un desliz retórico ni una exageración ocasional: es la formulación descarnada de un proyecto de poder que ya no se molesta en revestirse de justificaciones diplomáticas o morales. Lo que durante décadas se impuso bajo el ropaje del derecho internacional y del humanismo liberal, hoy se proclama con crudeza: la fuerza como principio rector del orden global.
Estados Unidos ha ejercido históricamente su hegemonía mediante intervenciones militares, chantaje financiero y dominio tecnológico. Pero Trump ha renunciado incluso a la narrativa civilizatoria. Habla como actúa: sin diplomacia y sin concesiones al lenguaje de los derechos. Sus primeros cien días han sido una confirmación de esa lógica: persecución al pensamiento crítico, asfixia a las universidades, ataque directo a los medios, erosión del poder judicial, abandono de organismos multilaterales, proteccionismo y presión constante sobre socios estratégicos y rivales. Discriminación, odio y xenofobia se institucionalizan como marcas de su administración.
Se evoca, sin tapujos, a una lógica brutal que recuerda la de los emisarios atenienses en el Diálogo de los melios de Tucídides: “Tal como va el mundo, el derecho no existe más que entre iguales del poder; los fuertes hacen lo que quieren y los débiles sufren lo que tienen que sufrir.” Más de dos mil años después, el lenguaje de Trump no apela a la justicia ni al derecho, sino a la pura fuerza imperial. Hoy, no se disfraza de diplomático ni de defensor del orden internacional; se limita a imponer su voluntad sin justificación. Al igual que en la antigüedad, las pequeñas “Melos” del mundo —naciones sin poder militar ni influencia— solo tienen una opción: someterse o desaparecer.
Como diría Norberto Bobbio, los derechos humanos y el constitucionalismo liberal son “promesas incumplidas” que no por ello deben abandonarse, sino exigirse con más fuerza. Sabemos que los organismos multilaterales han sido capturados por las potencias, que el lenguaje de los derechos se usa a menudo como coartada geopolítica, y que el “Estado de derecho” convive con regímenes profundamente autoritarios. Pero renunciar a estos ideales sería dejar el terreno libre al cinismo, al neosalvajismo del poder sin límites. La alternativa es clara: o la bomba atómica nos extingue o luchamos por esa utopía indispensable que quizás aún pueda salvarnos.
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