Clemente A. Pérez Negrete es actualmente abogado litigante y doctor en jurisprudencia de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil, ha trabajado como Director Jurídico de la Fundación Terminal Terrestre de Guayaquil y como Asesor Jurídico del Consejo Cantonal de Guayaquil.
Es licenciado en Ciencias Sociales y Políticas y es miembro fundador de PÉREZ NEGRETE ABOGADOS PNABG C.A. y se dedica a la consultoría y al litigio en todas sus ramas.
Existe una “tribu inquieta”, como la denomina Carlos Altamirano en su ensayo Intelectuales: notas de investigación sobre una tribu inquieta. Se trata de los intelectuales, aquellos que median entre el conocimiento y el poder, y que, en el mejor de los casos, aportan crítica, reflexión y propuestas. En Ecuador, esta tribu ha sido vital en momentos históricos decisivos: la Revolución Juliana, el fin de las dictaduras, el retorno de la democracia, la construcción del pensamiento social en las universidades y, sin duda, en la administración del poder. Pero hoy, ¿dónde están?
En tiempos no tan lejanos, los encontrábamos en las aulas, en las columnas de opinión, en los cafés, en las cátedras públicas. Aunque con sesgos y tribus internas, estaban presentes. Eran visibles. Eran necesarios.
La llegada del correísmo marcó una inflexión. La llamada Revolución Ciudadana, pese a su retórica progresista, consolidó un poder autoritario que no toleró la crítica. La idea de que la historia había comenzado con ellos se convirtió en justificación para silenciar otras voces. Sábado a sábado, desde la tribuna del poder, se linchaba a quien no compartiera su visión. La academia fue presionada, los fondos recortados, los pensadores críticos perseguidos. Muchos callaron. Otros huyeron. Algunos se vendieron. Y la mayoría simplemente desapareció del espacio público.
¿Por qué? Porque el costo era alto. Porque se volvió más seguro callar. Porque el aparato de propaganda era aplastante. Porque el pensamiento libre se convirtió en sospechoso. Y porque, en una sociedad sin memoria ni instituciones sólidas, la dignidad intelectual no paga sueldos ni protege reputaciones.
Hoy, cuando más se necesita pensamiento crítico, la academia está ausente. La esfera pública ha sido tomada por opinadores deportivos sin formación, por influencers, por charlatanes. El debate ha sido sustituido por la consigna, la reflexión por el meme. La discusión seria se ve como elitista o innecesaria. Y, sin embargo, el país se hunde.
No obstante, aún quedan voces que resisten, que iluminan, que orientan. Editorialistas como Felipe Rodríguez, Walter Spurrier, Gabriela Calderón, Mauricio Gándara, Alberto Dahik, Joaquín Hernández, entre otros, se mantienen firmes, ofreciendo análisis lúcidos en medio del ruido. Son ejemplos de que todavía hay pensamiento digno en el país, pero su influencia es limitada frente a la magnitud de la crisis. El problema no es su ausencia, sino nuestra indiferencia. No le damos el espacio ni la repercusión que merecen. No imponen una agenda, no porque no la tengan, sino porque el país ha dejado de mirar hacia quienes piensan antes de hablar.
El país camina hacia su ruina si quienes tienen la capacidad de pensar y proponer no se atreven a hacerlo. No basta administrar el día a día: se necesita una visión. Se necesita un debate serio. Se necesita coraje intelectual. Ya es hora de que los intelectuales salgan de su escondite. No se trata de nostalgia por los viejos sabios, sino de entender que un país no se construye sin ideas. Que la política sin pensamiento es puro poder. Y que un presidente sin intelectuales es sólo un administrador del caos.
Excelente anàlisis Un país sin ideas, pensamiento crítico y discernimiento, seguirà en la oscuridad, sin un norte, en un escenario de anestesia moral.