El Vaticano se prepara para uno de sus rituales más solemnes y misteriosos: el cónclave, la ceremonia secreta donde 133 cardenales electores se encierran en la Capilla Sixtina para escoger al nuevo líder de la Iglesia Católica.
Desde hace siglos, poco ha cambiado en este proceso casi sagrado. Todo arranca con una cena en la Casa Santa Marta, donde los cardenales quedan aislados del mundo exterior. Luego, celebran una misa especial en la Basílica de San Pedro antes de caminar en procesión hacia la Capilla Sixtina, entonando el Veni Creator para invocar la guía del Espíritu Santo.
Cuando suena el tradicional “¡Extra omnes!” (“¡Todos fuera!”), las puertas se cierran. Solo los cardenales permanecen dentro para comenzar las votaciones, en las que deben alcanzar dos tercios de los votos para coronar al nuevo Papa.
Cada elector escribe a mano el nombre de su elegido, jura ante Dios su honestidad y deposita la papeleta en un cáliz de plata. Tras el conteo y la lectura en voz alta de cada voto, las papeletas se queman: si el humo que sale de la chimenea es negro, significa que no hubo acuerdo; si es blanco, el mundo entero sabrá que “habemus Papam“.
Cuando finalmente se logra la elección, el nuevo pontífice pasa por la llamada “sala de las lágrimas“, donde, rodeado de túnicas de distintos tamaños, asume la magnitud de su nueva misión antes de ser presentado ante la multitud que aguarda en la Plaza de San Pedro.
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