El Papa Francisco será recordado como un hombre que, consciente de los límites de la institución que representó, buscó humanizar una estructura milenaria marcada por el rechazo a la modernidad, la ciencia y la disidencia. Su papado no puede evaluarse sin esa pesada herencia: la de una Iglesia que, aunque ha inspirado figuras admirables, también silenció a Galileo, promovió la Inquisición, sostuvo durante siglos el Index Librorum Prohibitorum (libros prohibidos, vigente hasta 1966), y apenas en 1992 rectificó el juicio contra Galileo, condenado por defender la teoría heliocéntrica de Copérnico.
Su elección del nombre Francisco, evocando al santo de Asís, fue una declaración ética: humildad, fraternidad, desapego; una voluntad de desmarcarse del boato vaticano. Pero el gesto simbólico no bastó para revertir la pérdida de fieles en América Latina y Europa, ni para superar el desencuentro con generaciones que ya no comprenden el lenguaje ni las ausencias de la institución. Desde ese legado, su palabra adquirió otro peso. Su encíclica Laudato si’ (2015) fue una toma de posición ética frente al colapso ecológico. Allí propuso una “ecología integral”, criticó la lógica del descarte, la marginación y la idolatría del mercado.
Su reciente crítica a la xenofobia, tras la visita del vicepresidente J. D. Vance, mostró que su brújula moral seguía activa. Pero ese impulso convivió con ambigüedades: abrazó causas nobles -la opción por los pobres, la denuncia de la guerra en Gaza-, pero guardó silencio ante regímenes autoritarios e incluso estrechó vínculos con algunos, como en el caso cubano.
Promovió una “Iglesia en salida”, volcada al encuentro del otro, más horizontal; impulsó transparencia financiera y abrió debates antes impensables. Pero persisten sombras, como los abusos sexuales largamente encubiertos y las resistencias de la institución.
Francisco no deja una Iglesia renovada, pero sí la huella de su búsqueda. Por ello, prefiero despedir al hombre, sin suntuosidades, a Jorge Mario Bergoglio, al lector de Hölderlin, al hijo de inmigrantes italianos que eligió la sencillez. Vuelvo a Los dos papas, la espléndida película de Fernando Meirelles, que, con agudeza, revela, más allá de la ficción, la tensión entre dogma e intimidad, entre el peso del pasado y la fragilidad humana. Tal vez su mayor gesto haya sido mostrarnos que, incluso un Papa puede y debe dudar, y que toda institución debe mirarse en el espejo de su historia.
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