Desde que Donald Trump inició la guerra de aranceles ha merecido toda clase de calificativos, desde estúpido hasta loco y ha puesto al mundo patas arriba buscando la mejor respuesta. La más dramática ha sido la de China, la retaliación; la más débil, la de México, que ha cerrado las fronteras a la migración, ha incrementado las capturas de fentanilo y ha entregado dos docenas de líderes del narcotráfico para aplacar al vecino furioso.

Claudia Scheibaum tiene en México su propia guerra. Fue elegida con votos ajenos, los de López Obrador que quiere gobernar desde su escondite y ha puesto a su hijo López Beltrán como coordinador de sus fuerzas y sus negocios. Antes de iniciar otra guerra debe asegurar el mando del Partido, el Congreso y el Gabinete.

Rusia también está al margen de la guerra de aranceles. Putin tiene su propia guerra que, pese a la complicidad de Trump, no está funcionando. Amenazó con tomarse Kiev y toda Ucrania en una semana y apenas pudo  defender su territorio en Kurzk. Solo China amenaza y parece ser el verdadero enemigo para Trump.

Nadie sabe qué quiere Trump.  Si lo que quería era la depreciación del dólar para licuar la voluminosa deuda, encarecer las importaciones y abaratar las exportaciones, ya lo ha conseguido; cuando empezó la guerra se necesitaban 0.97 euros para comprar un dólar y ahora solo se necesitan 0.88.

Muchos creen que Trump no solo quiere proteger la economía de Estados Unidos, sino que busca un nuevo orden mundial, pero dudan de que tenga boca para semejante bocado. El acuerdo de Breton Woods feneció con la crisis financiera internacional y el mundo no ha tenido un líder capaz de proponer un nuevo orden.

Henry Kissinger dijo como consejo: si Estados Unidos quiere un nuevo orden mundial, debe contestar cuatro preguntas: qué quiere prevenir, qué quiere lograr, qué valores quiere difundir y en qué alianza quiere apoyarse. Cabe preguntarnos ahora con quién quiere Trump construir el  nuevo orden mundial, ¿con China o con Rusia?