En el organigrama de una pandilla, las jainas ocupan un lugar secundario. Son las “novias” de los pandilleros, las mujeres que cuidan las espaldas de los líderes, vigilan a los enemigos, delatan movimientos, reclutan a otras mujeres —a veces niñas—, y llevan droga, medicinas o antojos a las cárceles. También son las que paren a los hijos de los jefes.
Rara vez una jaina asciende dentro de la estructura criminal. Ingresar como miembro activo ya es difícil; llegar a mandar, casi imposible. Algunas lo logran, sí, pero son la excepción en ese universo oscuro y violento que son las maras —una palabra que, con el tiempo, ha llegado a englobar a buena parte de los grupos delictivos organizados en América Latina. En ese mundo, una mujer es un recurso: se usa, se goza, y se desecha.
Curiosamente, hay una similitud inquietante entre la estructura social de una clica centroamericana y cierta organización política ecuatoriana. Esa que ha albergado en sus filas a ex pandilleros, figuras con antecedentes penales, sentenciados por corrupción… y también a sus jainas.
No todas las jainas de ese partido son sumisas, pero todas son funcionales: complacientes, leales, serviciales, discretas. No todas son pareja de los líderes, pero aquellas que sí lo son tienen más visibilidad, más espacio, más voz… aunque nunca voto.
Como en toda mara, las jainas son útiles mientras obedezcan, callen y actúen según los dictámenes del grupo. Si una se atreve a decir “no”, si quiere pensar por cuenta propia o tener voz propia, ya no sirve. Entonces se vuelve peligrosa. Y como no sirve, se descarta.
Se la denigra, se la insulta, se la desacredita. Si se atreve a denunciar alguna agresión, recibe la espalda de las otras y el desprecio de los líderes. Si quiere opinar fuera del libreto, se le exige silencio. Y si no pide disculpas públicas, se le cierra la puerta. Así de simple.
Y algo debe quedar muy claro: las jainas deben sonreír ante los comentarios “picantes” de sus compañeros. Deben vestir como se espera de ellas —faldas cortas, sonrisas largas— porque, en esas reuniones de Palacio, hacen más grata la vista y la velada. Para eso están, para adornar, complacer… y callar. Porque, al final del día, no son compañeras de lucha: son jainas.
Los nueve millones de ecuatorianas son todas jainas.