Espeluznante. Escalofriante. Dantesco. Los calificativos se encadenan hasta percibirse interminables. Pueden no alcanzar para definir el hallazgo de los solitarios Guerreros Buscadores de Jalisco, esa agrupación de familiares de víctimas de desaparecidos a manos del narcotráfico y que la Fiscalía local, hace unos meses, en una de sus incursiones, no encontró nada o hizo todo lo posible por no ver o no informar en cuanto a las pruebas a las pruebas y evidencias que allí se alojaba.
Restos óseos, objetos, fotos y escritos que alguna vez pertenecieron a seres humanos, explotados y masacrados en ese campo de exterminio, presuntamente, bajo el mando del cartel Jalisco Nueva Generación.
Hoy todo México se pregunta: ¿cómo es posible que un grupo de civiles, llevados por el dolor y la desesperación, hayan encontrado lo que las autoridades no atinaron a detectar? La respuesta salta a la vista y se lleva repitiendo desde hace décadas. La complicidad de las instituciones y buena parte de sus autoridades con el narcotráfico.
México alberga una historia regada de fosas comunes. Uno podría remitirse a las de la Revolución en los primeros años del siglo XX, pero las que cuentan en esta historia son las que comenzaron a aparecer desde comienzos de los años 90, cuando el narco aceleró su accionar ante la permisividad oficial.
Una serie de llamadas anónimas, advirtiendo de que en Rancho Izaguirre, a poco menos de 100 kilómetros de Guadalajara, había operado un campo de reclutamiento y exterminio. Eso impulsó a los miembros de los Guerreros Buscadores a jugarse el pellejo, ingresar al predio y hacer lo que las autoridades hicieron mal u obviaron hacer. Hallaron innumerables casquillos de bala, ropa, calzado abandonado y una serie de documentación hasta excavar y descubrir restos óseos en algo parecido a una fosa común.
Todo lo que en una investigación de septiembre pasado la Fiscalía estadual había pasado por alto, si bien detuvo a diez personas y liberó a dos que se hallaban en el lugar como rehenes. Aquello que tenía que haber sido el primer paso de una investigación más exhaustiva desembarcó en la nada, hasta el ingreso en escena de los Guerreros.
Un campo de exterminio, restos humanos y el indescriptible aroma de la muerte nos remiten, indefectiblemente y por una cuestión de cercanía, a cualquiera de las varias dictaduras militares de fines del siglo XX en América Latina, donde la violación de derechos humanos era una constante. Cientos de miles de aquellas víctimas encontraron cobijo y lograron salvar la vida en México, cuando aquello distaba mucho aún de ser una democracia plena, lo que se consiguió en 2000, cuando después de 70 años un presidente que no respondía al Partido Revolucionario Institucional (PRI) llegaba al Palacio de los Pinos. Aquello marcó el fin del régimen del partido de Estado. Construir una democracia plena en México llevó décadas y sucesivos esfuerzos políticos. Cuando todo parecía que se encauzaba en el 2006, la llegada al poder del panista Felipe Calderón (2006-2012), en unos comicios cuya legitimidad había quedado golpeada por las denuncias de la oposición de centroizquierda, el nuevo presidente se había visto forzado a declararle la guerra abierta al narco. Necesitaba un golpe de efecto y lo que logró fue desatar todos los demonios habidos y por haber. Aquella apuesta del mandatario dejó al desnudo su mala praxis, pero por sobre todo las connivencias del aparato de seguridad y el judicial con los carteles.
Desde entonces, los asesinatos en masa, las desapariciones, los periodistas independientes (casi siempre en los Estados donde reinan las mafias) como blanco predilecto del “sicariato”, fueron recurrentes.
Con el correr de los años, los argumentos para explicar tanta pasividad oficial ante un flagelo que afecta, principalmente, a las capas más humildes de la sociedad mexicana, siguen tan desaparecidos como los cientos de miles de víctimas solo recordadas por sus familiares que siguen en la lucha, en una búsqueda desesperada de justicia.
Responsabilidades que son compartidas entre los sucesivos gobiernos nacionales y de cada uno de los Estados a lo largo de las décadas han convertido a México en una potencia de la impunidad.
Nada de lo que en Sudamérica no hayamos experimentado, principalmente en Argentina, un país que, a pesar de su decadencia crónica, se erigió en un ejemplo a seguir en la forma en que resolvió los crímenes de la dictadura (1976-1983). Si tiene algo para mostrarle al mundo los compatriotas del convaleciente Papa Francisco, es el ímpetu de su sociedad para juzgar aquel período sangriento y cruel, a pesar de las idas y vueltas de su sistema político y el aprovechamiento proselitista de algunos sectores.
Cada tanto, México nos ofrece la muestra de que ya no se necesita una dictadura para desaparecer o amedrentar a una sociedad. Solo con debilitar la democracia al extremo, por acción (como la de destruir el Instituto Nacional Electoral o elegir a los “jueces” por voto popular o algo que se le parezca) y hacer la vista gorda con la penetración del narco en el esquema de seguridad estatal y hasta en los recovecos de cada una de las administraciones.
La respuesta está en la sociedad civil y en la solidaridad de los organismos de derechos humanos de por aquí abajo, en Sudamérica —cuya deuda con México siempre será impagable—, para tratar de encontrar, en primer lugar, reparación moral y psicológica, como camino indispensable para poder alcanzar, más temprano que tarde, eso tan escaso que todavía llamamos justicia.
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