La primera vuelta electoral ha dejado en evidencia no solo la fragmentación de un país atrapado en el dilema entre lo malo y lo peor, sino también la creciente polarización que, lejos de fomentar un debate político serio, ha reducido el diálogo público a una confrontación visceral entre bandos irreconciliables. Correístas contra noboístas, sierra contra costa, izquierda contra derecha; dicotomías que fomentan la descalificación mutua y el aniquilamiento del adversario.
Este proceso de radicalización y la “estupidización” del discurso público en redes sociales, donde la complejidad política es sacrificada en favor de ataques personales, impiden cualquier posibilidad de pluralismo. La democracia no puede ser reducida a una guerra binaria en la que el disenso es considerado traición. Si algunos desean un sistema sin contradictores, quizás deberían mirar con admiración a Corea del Norte o a Cuba, donde la existencia de un solo partido los liberaría del tedioso esfuerzo de debatir con quienes piensan diferente.
Por cierto, los dos finalistas no son tan distintos como sus seguidores desean creer. Luisa González se presenta como un David enfrentando al Goliat del poder económico, pero su campaña ha sido financiada con millones de dólares y respaldada por la imagen de un prófugo de la justicia que, paradójicamente, se pasea impunemente en la propaganda electoral. Su resistencia es tan artificiosa como el victimismo con el que oculta su papel dentro del mismo sistema que afirma combatir.
Por otro lado, Daniel Noboa, lejos de ser un outsider, es la encarnación de una dinastía empresarial que ha sabido conjugar el poder económico como herramienta política. Su actitud frente a la institucionalidad es sintomática: remueve a su vicepresidenta como si fuera una ficha desechable y decide cuándo la Constitución le aplica y cuándo no. ¿Por qué no ha sido sancionado pese a no solicitar licencia para su campaña? La pregunta es retórica en un país donde las reglas se ajustan según la conveniencia de los poderosos.
El problema no es solo que las opciones sean mediocres, sino que el electorado parece conformarse con elegir entre ellas sin cuestionar el juego mismo. El resultado de la segunda vuelta será irrelevante si Ecuador no enfrenta el verdadero problema: una ciudadanía atrapada en la lógica del enfrentamiento permanente que solo beneficia a quienes han aprendido a capitalizar el odio. Pero ya no hay vuelta atrás: la suerte está echada.
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