Llevado por algunos comentarios y por el concepto que su director, Jacques Audiard, tiene sobre la lengua castellana y los latinos en general, había decidido no ir a ver Emilia Pérez, la película nominada para 13 premios Óscar que, desde el arranque, parece abonada al escándalo.
Tuve que cobrar fuerzas y animarme. Para poder escribir sobre el tema, había que ir a verla. No es novedad alguna que el periodismo es —y hoy como nunca antes— una tarea insalubre y de cierto riesgo. Fui prevenido de tal modo de salir airoso del trámite. Entonces, ahora se puede entender mejor el porqué, Audiard dijo lo que dijo en cuanto a que el español “es una lengua de países pobres y de migrantes”. El muy “cabrón” se había metido con México, un país que acogió a millones de migrantes (entre los que me encuentro) y al que aprendimos a quererlo como propio. Con todo lo bueno y todo lo negativo, como a cualquiera de los otros países de la región donde me fue llevando la vida. Por eso, solo por eso, no ameritaba quitarle el cuerpo a “la chamba”.
Emilia Pérez resulta un compendio de clichés y lugares comunes, sobre un país al que su director no se interesó siquiera en conocer. Tal vez Monsieur Audiard es de los galos que se ufanan con esa creencia de que el francés, en el contexto de las lenguas latinas, era de las elites, o ni siquiera contempla que buena parte de Europa funciona por el aporte económico y la mano de obra de esos con “lengua de migrantes”, de la misma forma que llenó de eurocentrismo esa infalible paleta de colores con la que plasmó una mirada de México que nada tiene que ver con la realidad.
Desde el punto de vista artístico, habría mucho para cuestionar a esta, una obra menor por donde se la mire. No es este el ámbito apropiado para ello. No obstante, llama poderosamente la atención el casting de los actores protagónicos (solo una mexicana en el elenco, Adriana Paz en el rol de Epifania), como así también la falta de entrenamiento para, por lo menos, convencer con un acento mexicano de los protagonistas. Un “¿Qué húbole güey?”, en verdad, no se le niega a nadie.
Karla Sofía Gascón, la primera actriz transgénero candidata a un Óscar, aparece en el papel del capo narco Manitas del Norte, con un tono de voz y un fraseo digno de Andrés Parra en El patrón del mal. Recién cuando su personaje se somete a una operación de cambio de sexo, se anima con algún mexicanismo al pasar. No deja de sorprender que un francés con semejante concepto de todo lo que huela a hispanoamericano migrante o hablante hubiera intentado una película donde en su coctelera creativa metió el flagelo del narco de manera por demás superficial, la cuestión transgénero, la homosexualidad, la violencia de género, con la cuestión social mexicana solo como un elemento más de una escenografía carente de absoluta credibilidad y matizada con descolgados números musicales. Justo ahora que el relato del trumpismo contempla cada uno de esos ítems, en la primera línea del territorio enemigo.
Más sospechoso aún es que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas, patrona de los Óscares, respalde con más nominaciones que las que en su momento tuvo El Padrino, a un film de tamaña pobreza, pero que cumple con los cánones de género para poder competir y, de paso, con las urgentes necesidades operacionales de ese poder supranacional encargada de accionar el guiñol universal.
La historia es sabia y ya nos ha demostrado con creces que no existe aparato de propaganda más eficiente que esa industria con capital en Hollywood. Bastaría con comenzar a revisar los pormenores dentro de la industria que llevaron a Emilia Pérez allí donde está, aun cuando el público parece no haber caído en la trampa si se observa su exigua recaudación en las taquillas hasta el momento.
Un problema para el gigante Netflix que compró los derechos y vio frustrada su campaña promocional de camino a los Óscar por el escándalo que primero desató el propio Audiard con su eurocentrismo ramplón y luego la Gascón, a quien la prensa le desempolvó algunos mensajes de Twitter, de hace cinco años o más, donde discriminaba a diestra y siniestra. Un día a la militancia de izquierda, otro al gobierno de Pedro Sánchez o a los inmigrantes, por citar solo algunos de sus comentarios.
Ahí sí, el combo ya resultó completo. Una actriz transgénero que discrimina y ahora saluda con “un gracias, señor presidente” (después de haberlo denostado públicamente) a las felicitaciones de Sánchez por la nominación. Y es aquí donde aparecen los otros protagonistas de esta historia: el propio Sánchez y la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, que parecen haberse mostrado más fieles a la agenda 2030 y todo lo que tenga que ver con el reseteo mundial, que a los intereses que deberían incumbirles. El español felicitó al equipo de Emilia Pérez pero no abrió el pico ante las palabras de Audiard.
Cuando le preguntaron a la Sheinbaum sobre las declaraciones del director francés, se fue por el lado de la censura.
“Cuando hay una premiación de una película depende del comité que va a premiar. Nosotros no creemos en la censura, creemos en la libertad de expresión, pero al mismo tiempo nos corresponde y, además está ocurriendo, el reconocimiento de México por su historia, su cultura, sus tradiciones (sic) (¿?)”, acotó.
Es evidente. La presidenta pareciera que le sienta mejor su condición de exbecaria de la Rockefeller Foundation que la de una mandataria con extensa militancia en la izquierda. Le bastaba con repasar “Para leer al Pato Donald” de Ariel Dorfman y Armand Mattelard, poco menos que una “biblia” en los años universitarios de la presidente, para entender los intereses políticos de la industria cinematográfica.
“Su historia, su cultura y sus tradiciones” expuestas en un guion en el que “Manitas” se transforma en Emilia y, ya como mujer hecha y derecha, se redime de todos sus crímenes al punto de crear una fundación para asistir a las familias de los desaparecidos. Como si toda la maldad que atesoraba se hubiera quedado en los testículos extirpados, como si su esencia humana tuviese que ver con un sexo u otro.
Habría que explicarle a Audiard y a los que le encargaron el proyecto que la maldad no suele mudar con el sexo. El inconsciente manda, como sí lo refleja la película. Y es el propio inconsciente histórico y colectivo el que podría haber llevado a los hacedores de semejante empresa a caer en ese laberinto de obviedades.
Como si al francés, allá en el recodo de su psiquis, le siguiera incomodando el estrepitoso final de la dominación gala sobre México en aquellos tiempos de Napoleón III, con el fusilamiento de Maximiliano I en Querétaro. Vaya uno a saber. Cuando las ideas y su base filosófica sucumben a nivel global, todo vale para encontrar el porqué.
Nadie puede estar a favor de la censura ni mucho menos. Hemos recorrido un largo camino peleando y bregando para que tipos como Audiard tengan el derecho de hacer una película como esta y decir lo que dijo, pero siempre se espera —aun en el estadio máximo del pesimismo—, de los creadores como de los presidentes algo más que el silencio o una apelación vacía de lo que no existe.
Lo que no podemos es dejar pasar como si nada este compendio de lugares comunes, con el escándalo incluido. El que así como surgió y fue presentado no es más que un esquema del millonario aparato de propaganda, al servicio de los intereses de los conocidos de siempre: esa elite global que nos quiere confundidos y reseteados.
En este contexto, solo resta recomendarle al firmante del proyecto, Monsieur Audiard, que se anime a conocer un país lleno de riqueza cultural, y al que cuanto perseguido de Europa y América Latina llegó a sus playas encontró cobijo y la posibilidad de rehacerse como ser humano. Allí se lo espera, “en la casa de usted”. Tal vez después, termine renegando de su Emilia Pérez y se convenza de que los mexicanos de carne y hueso siguen siendo los mismos “chingones” que allá en Querétaro.
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