La realidad, en ocasiones, no solo iguala a la ficción, sino que la supera en su capacidad para forjar pesadillas colectivas. Las tiranías actuales, disfrazadas de revolución, transforman en caricatura los ideales que pretenden representar. El pasado 10 de enero, Nicolás Maduro asumió la presidencia de Venezuela sin presentar jamás las actas que validaran su victoria, un acto que consolidó el autoritarismo como norma. Este evento no solo reafirma su control político, sino que pone en evidencia el secuestro semántico que estas dictaduras perpetúan.
Palabras como revolución, justicia social y soberanía, otrora símbolos de emancipación y dignidad, han sido despojadas de su esencia y convertidas en herramientas de opresión. En manos de regímenes autoritarios, estos términos pierden su contenido transformador y adquieren un significado inverso: revolución: perpetuación de un statu quo represivo; justicia social: eufemismo para justificar la miseria endémica; soberanía: máscara tras la cual se esconden las decisiones de líderes que ignoran el clamor popular.
En este contexto, la retirada de Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo por parte de la administración Biden, a pocos días de abandonar la presidencia, plantea serias interrogantes. Si bien hoy se podría considerar que Cuba ya no apoya guerrillas como en el pasado, eso no significa que no ejerza el terrorismo de Estado contra su propia población. ¿Y acaso la exportación de los métodos represivos de la tiranía cubana a Nicaragua y Venezuela no constituye una forma de apoyo al terrorismo en la región? La encarcelación de opositores, la censura a voces críticas, la expatriación y la militarización son ejemplos claros de un modelo que busca eliminar cualquier forma de disidencia y perpetuar un control absoluto, basado en la represión y el miedo.
Este paralelismo, entre la toma de posesión de Maduro y el lenguaje revolucionario que disfraza la opresión y consolida un régimen autoritario, y el caso cubano, evidencia cómo ambos modelos explotan el concepto de emancipación para justificar el control absoluto. Oponerse a esta forma de violencia estatal es defender derechos fundamentales, más allá de ideologías.
La cuestión de fondo no es únicamente semántica, sino ética: ¿qué queda de los ideales que inspiraron los conceptos que hoy manipulan? En última instancia, lo que está en juego es la posibilidad misma de construir un futuro libre de distopías disfrazadas de utopías.
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