Se acerca el día en el que los venezolanos han depositado sus menguadas esperanzas. El próximo viernes es la fecha en que debería asumir un nuevo gobierno, constitucionalmente hablando. El problema es que en Venezuela es imposible hablar de constitucionalismo y de leyes cuando todo lo que se mueve fronteras adentro se rige por un régimen dispuesto a todo. La convocatoria para definir el pleito entre el chavismo y la oposición ya está planteada. Nicolás Maduro llamó a ganar las calles para arropar su perpetuación. María Corina Machado hizo lo propio con esa mayoría decidida en las urnas y temerosa en el día a día ante la presión represiva.
No será la mejor forma de arrancar con el calendario internacional. Maduro y sus muchachos no han mostrado, ni mostrarán, ni una sola una acta electoral que demuestre que son los legítimos vencedores en los comicios el pasado 28 de julio. La oposición guardó pruebas irrefutables, pero eso, a esta altura, y para los distintos estamentos internacionales, poco parece importar. Entonces, todo queda reducido a lo que pueda pasar en las calles.
Una muestra, algo así como un prólogo de lo que pueda pasar el viernes, ocurrió el sábado en Buenos Aires, cuando Edmundo González Urrutia, de gira por Uruguay y Argentina, fue respaldado por el presidente argentino, Javier Milei, ante una verdadera multitud de venezolanos en la diáspora que poblaron la histórica Plaza de Mayo. Desde el mismo balcón desde el que Juan Perón dialogaba con su pueblo en tiempos pretéritos, el exembajador logró en un rato mucho más que lo que fue a buscar hace unos meses a Madrid de la mano del ex jefe de Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, devenido en asesor estrella del régimen madurista.
Más allá de lo simbólico, González Urrutia es reconocido como presidente electo, no solo por Buenos Aires y Montevideo, sino también por la Unión Europea (UE) y por Estados Unidos.
Al menos así se lo repitió, una vez más, Antony Blinken, el aún secretario de Estado, a Machado. Esto, no obstante, junto a esos cinco minutos en la plaza de mayo, de no mediar alguna jugada política (o, por qué no, militar) que llegue desde el extranjero, no parece suficiente para que las cosas muden en Venezuela después del próximo viernes.
Machado ocupó los últimos días en reiterar un discurso esperanzador. En sintonía con decenas de millones de venezolanos, dentro y fuera del país, que aguardan algo parecido a un milagro. Se mostró confiada en que las Fuerzas Armadas se hallan a “un solo paso de hacer lo correcto” en sintonía con la “voluntad de cambio” que expuso el electorado.
O bien, Machado no conoce a fondo lo que pasa en los cuarteles (allí donde reina Diosdado Cabello) o cuenta con información confidencial, filtrada a hurtadillas de la DI cubana, uno de los esquemas de inteligencia más eficientes de la región y que en Venezuela se mueve con placentera comodidad dentro del territorio, desde los tiempos del “Aló presidente”.
Cierto es que el hartazgo social es cada vez mayor. Solo el terror impuesto por el régimen y el control férreo de la calle y de los medios de comunicación, tienen planchada la protesta.
Cuando convocó a las calles a celebrar su reincidencia en Miraflores, Maduro propuso “más patria y más revolución”. Y siempre es bueno, tratar de descifrar al jerarca venezolano, dueño de un grotesco que suele ser trending topic, en las redes sociales y celebrado por sus acólitos, como mandamientos de un catecismo pagano.
Cuando habla de Patria, habrá que preguntarse cuál de ellas: ¿la que alberga en sus fronteras al 51% de su población económicamente activa debajo de la línea de la pobreza o la que tiene a casi 10 millones de nacionales viviendo en algún país de América Latina o en “la nueva Miami”, como apodan a Madrid?
¿A qué se refiere Maduro cuando habla de revolución? ¿Al engendro que arrancó Hugo Chávez en el 99, cuando todavía el país era —con crisis, caída de los precios del crudo y todo, una de las economías más pujantes de la región—, para transformar esa mentada “Revolución” en una suerte de una agencia de empleo al servicio de Glovo y Rappi, allí en cualquier parte del mundo donde cuenten con una franquicia? ¿O es el nombre definitivo con el que bautiza a este régimen, que a partir del viernes ya no contaría con las parodias electorales, con el que intentaba disimular el esquema totalitario con cierta anuencia de algunos adláteres del capital privado?
No se le puede pedir peras al olmo. Es imposible reclamarle a un personaje como Maduro respeto al utilizar ciertas palabras. En nombre de “Patria” y de luchas democráticas, bien dadas, murió mucha gente, y en nombre de la “revolución”, otros tantos millones, como para reducir el vía crucis de los venezolanos en esos términos. Algo que, de paso, debería revisar también el mundo de la política, y en particular, los que todavía se autoperciben de izquierda.
Hasta aquí la oposición hizo casi todo mal, y el régimen perpetró todo lo que tenía planeado hacer desde que su líder fundador se mimetizaba con Simón Bolívar.
La comunidad internacional mira a Venezuela como un problema menor. Para algunos de sus miembros la cosa es grave, pero aún existe una suerte de dique que bloquea la posibilidad de soluciones definitivas a esa compleja situación de casi tres décadas. Su potencial petrolero.
Para otros, en cambio, los que sacaron patente de cómplices con la situación allí dentro, Venezuela, tal como está desde hace décadas, “es un buen negocio”, por donde se lo mire. Entre estos últimos se enrola el gobierno español de Pedro Sánchez.
No solo cruza sospechosos acuerdos con la dictadura, sino que además se benefician los bancos a donde caen los ahorros de los venezolanos que llegan en masa, y los otros fondos —de otras cajas más espurias, las de la corrupción— mientras que el mercado de trabajo español se nutre de la mano de obra barata de los venezolanos que llegan a diario en busca de un mejor estándar de vida. Negocio redondo.
También los países de la región, se han mostrado errante ante el problema. Ausentes de compromiso con un país que, allá en tiempos de la IV República, fue un férreo baluarte en la defensa democrática en todo el continente, puntualmente cuando las dictaduras militares eran una constante sangrienta en buena parte del vecindario.
Con todo, y al menos hasta aquí, no se vislumbran grandes novedades sobre cambios inminentes en ese país que tanto nos duele a los latinoamericanos. Solo resta esperar para ver quién prevalece en las calles y qué podría llegar desde fuera para conocer el desenlace final y, recién ahí, saber si se abren las puertas a algo parecido a una democracia, o si se termina de perpetuar “la revolución de Glovo”.
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