Como en toda parroquia rural de antaño, Tixán, parroquia perteneciente al cantón Alausí, provincia de Chimborazo, celebraba la fiesta de Navidad con toda la fe, el entusiasmo y la alegría. Y no era para menos, ya que era la fiesta católica más esperada del pueblo, y esto tenía un protocolo que no estaba escrito, o no hacía falta. No hacía falta porque priostes sobraban. Para esto, ellos tenían un año completo para planificar y organizar la celebración del nacimiento del Niño Jesús. A fines de noviembre ya estaba lista la fiesta y los primeros días de diciembre, cada casa tenía listo el “belén”. Así lo llamábamos al nacimiento.
En esta zona andina, diciembre era el invierno en vivo, pero llegaba el día 24 y las lluvias o las garúas daban paso a un sol de verano, precisamente ese día. En las primeras horas de la mañana, los priostes adornaban las dos calles principales -la Yerovi y la Bolívar- con arcos de flores y lazos de colores, pues era la ruta por donde sería el recorrido del pase del Niño. Hasta tanto, la banda de músicos tocaba los villancicos ecuatorianos desde el amanecer, sin parar.
Llegaba la una de la tarde y todos los participantes del Pase del Niño nos concentrábamos en la entrada de la iglesia del pueblo, era la puerta principal que apuntaba hacia el sur, porque en los tiempos de la colonia, la parroquia dependía del obispado de Cuenca. Allí se formaba una columna, como desfile militar, encabezando la banda de músicos y el nacimiento viviente: la Virgen María, montada sobre un burrito y llevando en su regazo al Niño Jesús; San José; los Reyes Magos a caballo; la estrella de Oriente y los pastorcitos. Le seguía al nacimiento viviente los priostes y luego los disfrazados, entre danzantes y payasitos. Todos bailábamos al son de la música navideña.
Arrancaba el pase del Niño con toda la fe, emoción y regocijo de los participantes y el público que aplaudía en todo el recorrido. En ciertos puntos se hacía un alto para escuchar a un niño que recitaba poesías navideñas en homenaje al Niño Jesús. Pasadas estas loas, el Pase del Niño continuaba su marcha, mientras que, en cada esquina, se disparaban al cielo las famosas camaretas. En media tarde se terminaba el pase del Niño y todos sus actores corríamos a la casa del prioste principal a recibir el premio: la funda de caramelos y un mango.
Iniciada la noche, bajaba la oleada de indígenas cantando en quichua y cargando la leña para la chamiza. Pasado este ritual de fuego venía la misa del gallo. Así, se daba por concluida la fiesta de Navidad: los priostes quedaban agradecidos con el pueblo por la participación masiva, mientras que la banda de músicos guardaba sus instrumentos luego de haber tocado villancicos todo el santo día.
Llegó la década de los ochenta y empezó la emigración del pueblo. Unos por un mejor trabajo, otros en busca de mejores estudios. El pueblo se quedó solitario. El pase del Niño quedaba en una hazaña perdida en el tiempo. Lo que fue, ya no existe. Como todos los pueblos del mundo, hoy el “pueblito lindo” es un pueblo fantasma, lleno de memorias que no volverán. Qué nostalgia.
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