Daniel Ortega y Rosario Murillo han logrado en Nicaragua lo que muchos autócratas anhelan: reconfigurar el orden político para garantizar su permanencia en el poder sin recurrir a la violencia explícita. La nueva enmienda constitucional, que elimina los límites a la reelección y centraliza aún más el poder en el Ejecutivo, no solo consolida su control, sino que redefine las reglas del juego político en favor de un régimen que opera como una monarquía de facto.
Este cambio no es un simple ajuste legislativo; es la consolidación de un modelo político diseñado para sofocar la democracia desde su núcleo. En lugar de ser un pacto social que proteja los derechos de los ciudadanos, la Constitución ha sido convertida en una herramienta de opresión. Los principios básicos del estado de derecho—separación de poderes, controles y equilibrios—han sido desmantelados para garantizar la perpetuidad del poder de Ortega.
Las implicaciones son inquietantes: el discurso de soberanía utilizado por Ortega no busca la autodeterminación de su pueblo, sino la justificación de un modelo que violenta derechos humanos bajo el pretexto de evitar la “injerencia extranjera”. Pero ¿qué significa la soberanía cuando se convierte en una excusa para reprimir? ¿Qué valor tiene un sistema que niega a sus ciudadanos la posibilidad de participar en comicios justos?
Es significativo, en este contexto, observar cómo el modelo de Ortega se inspira en los sistemas totalitarios previos, especialmente en Cuba. En la isla caribeña, el Partido Comunista está por encima de la Constitución, que se presenta solo como una guía. En su artículo 5 se establece que “el Partido Comunista es la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”, y su artículo 3 estipula que el socialismo “es irrevocable”. Estas cláusulas refuerzan la posición del Partido, y más que proteger la democracia, la disuelven en favor de un poder absoluto y centralizado. ¿Dónde están los detallados análisis constitucionales sobre el caso cubano?
La comunidad internacional debe replantear su enfoque; en lugar de ceder ante la aparente legalidad de estos regímenes, debe priorizar los derechos humanos y fortalecer los mecanismos de presión para empoderar a las sociedades oprimidas Si los principios democráticos no son defendidos, regímenes como el de Ortega no solo se perpetuarán, sino que estaremos expuestos a un futuro donde las libertades sean la excepción, y el poder absoluto, la norma.
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