Ni bombero ni astronauta, ¡de niño yo quería ser ateo! Sí, ateo como mi papá. Mi mamá, en cambio, era católica, apostólica y romana. De lo que se infiere que los domingos empezaban indeludiblemente con la Santa Misa y no atender el rito era pecado mortal. Las condiciones meteorológicas jugaban ningún rol ni constituían atenuante alguno.
La ceremonia previa en casa empezaba con el despertar temprano para que los cuatro hermanos nos ducháramos y nos apresuráramos al desayuno, porque tampoco se podía llegar tarde. También debíamos usar nuestra mejor ropa. Antes de irnos mi papá -acostado y leyendo-, nos decía que la religión nos iba a embrutecer. He ahí la disyuntiva: ser bruto o pecador. Yo prefería ser pecador, pero no había caso, donde manda capitán no manda ateo.
Los quince minutos de procesión, con mi madre a la cabeza, mis tres hermanas, Blanca (nuestra empleada) y yo hacia la iglesia de El Girón en La Mariscal se me hacían extremadamente cortos. Nos sentábamos en Ring Side, o sea en la primera fila. Pésima decisión porque mi ateísmo me delataba frente al párroco, el padre Carollo, quien callaba para dominarme con su mirada. Es lo que en Ecuador se conoce como “influjo psíquico”, que solo aplica al territorio patrio. De vuelta a casa, cesaba mi ateísmo y daba lugar al domingo.
Para colmo mi mamá decidió que me eduque en un colegio católico -salesiano-, contrariamente a las ideas claras de mi papá sobre la importancia de la educación laica. Sorprendemente, mi papá no tuvo nada en contra de la educación católica -salesiana- para mis hermanas. El caso es que, la Santa Misa seguiría persiguiéndome durante la primaria y sobre todo la secundaria. Varias veces me sacaron de misa, lo que estaba penado con rebaja de puntos en “conducta y comportamiento”; Tener 15 en conducta dos veces se pagaban con la expulsión del colegio. Viví esos años al filo de la navaja.
Una vez en la universidad me liberé finalmente de ir a misa. Con la lectura de Marx, el ateísmo empezó a tomar forma real en mi vida. Mamá me dijo un día que ella me había inculcado lo que ella consideraba era bueno para mi vida, ella cumplió con su deber y lo que yo hiciera en adelante era mi asunto.
Muchos años después, en un vuelo de Iquitos a Requena, en la Amazonia peruana, aterrizamos de emergencia porque el piloto de la avioneta estaba “chuchaqui” y se perdió al confundirse en el cruce de un río (no es que se vuele por instrumentos sino contando las desembocaduras de los ríos). Los misioneros salesianos guiaron el aterrizaje y nos recibieron en la misión. El día y medio que pasé ahí me abrieron los ojos a una parte de la labor de la iglesia que no conocía.
En otros países en viajes de trabajo, recuerdo que por curiosidad entré a una iglesia en Vietnam; con gran sorpresa reconocí los íconos de mi vida escolar: Don Bosco, Domingo Sabio y María Inmaculada. Conversé con gente muy amable y que estaban muy contentos de conocer un salesiano ecuatoriano. Ese encuentro me emocionó. Caí en cuenta que era parte de una “Community” (comunidad) con 1,39 miles de millones de católicos en el mundo, o sea casi 18% de la población global.
Viviendo en la era de la estupidez política y corrupción, este domingo me hubiese gustado ir a misa a pedir porque se apacigüen los vientos de guerra azuzados por un decrépito Biden, que no encontró peor forma de irse que pateando el tablero geopolítico; pedir por Ecuador y por la gente para que deje de considerar que lo indigno e insultante es algo normal y aceptable, sea en términos energéticos -crisis sin precedentes-, delincuenciales -en manos del narcotráfico-, misóginos –caso vicepresidenta Abad-, dictatoriales -descalificación de candidatos- y de irrespeto total a todo el pueblo ecuatoriano con discursos de nivel cloacal -caso Esmeraldas-. Sinceramente, la comunidad internacional le “dió tres palos” al mandatario ecuatoriano al no asistir a la Cumbre Iberoamericana que convocó.
Tengo la esperanza de que los pueblos escojan a sus mandatarios, sino sabiamente por lo menos no movidos por el odio. ¿Existirán los milagros?
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