En la columna del pasado jueves 7 de noviembre, se hizo mención a dos palabras apegadas a las mentalidades colectivas: cleptomanía y cleptocracia.
Sobre la primera, el diccionario es muy concreto al decir que se trata de robar sin necesidad, o robar objetos de poco valor bajo un impulso emocional, por lo que se marca la diferencia entre el cleptómano y el ladrón común. Aunque en ciertos entornos sociales, estos dos delitos son tan frecuentes que se puede confundir fácilmente entre los dos protagonistas: cleptómano y el ladrón. Por esto, se puede decir que por acá se roban hasta las tapas de las alcantarillas. Por citar un ejemplo. O también, recordar que tal o cual delincuente ha visitado la cárcel diez veces, y lo hace porque “es pobre y tiene que dar de comer a sus hijos”. En fin, no se sabe a ciencia cierta quién es el más indicado a la cura, el psicólogo, el juez o el policía. Lo que sí es claro es el Corán, el libro sagrado islámico en el cual enseña que, al ladrón, se le debe cortar la mano.
La otra palabra, cleptocracia, es de reciente aparición, en los últimos amaneceres de los gobiernos ladrones. Aquí se mezclan las nuevas tecnologías con la corrupción, es por esto que, este nuevo vicio, tiene golpes exitosos en los Estados enclenques, donde las élites políticas y empresariales cooptan instituciones financieras y legales para obtener beneficios particulares y también compartidos entre todos los involucrados; así, el éxito es tal, que sus tácticas se convierten en estrategias cleptócratas transnacionales; o sea, robos de alto nivel con efectos corrosivos internacionales que han amasado grandes fortunas. Quien quita que, en estos países enclenques, la cleptocracia es tal, que deja la puerta abierta al narcotráfico y sus delitos paralelos: el tráfico de armas, el tráfico de personas, la delincuencia organizada, la minería ilegal y el más poderoso, el lavado de activos.
Como se puede apreciar a corta distancia, el cleptómano y el cleptócrata cumplen el mismo delito en sus diferentes niveles. El uno es feliz con el robo simple; el otro, el de cuello blando, es más feliz con el robo a manos llenas, en un país donde este tipo de delito es parte de un modelo de gobierno, un modo de vida, una forma de ser rico en tiempo record. A este respecto, hace décadas hubo un grafiti de pared que decía: “política, negocio redondo”. Claro que sí. En las mentalidades colectivas la política es un negocio redondo, especialmente cuando el pueblo elector asegura que robó, pero hizo obra. Aunque cobre diezmos, pero hizo obra. Aunque tenga plata en paraísos fiscales, pero hizo obra.
Se podría decir que la cleptocracia es la maldición más despreciable, porque viene de arriba; además, es la sombra de la realidad nacional. Cuando los pueblos aceptan y aplauden a los gobiernos ladrones, simplemente están condenados a vivir en la pobreza, una pobreza orquestada por la corrupción. ¿Hacia dónde vas, Ecuador?
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