Hasta mañana en la noche no habrá otro tema que no sea la pelea Trump-Harris, Harris-Trump. La tentación de anunciarla como si se tratase del combate del siglo en el Caesar Palace de Las Vegas, más que de una elección presidencial crucial para los Estados Unidos y, por qué no, para el futuro inmediato de la humanidad.
Basta con evaluar lo que fue la campaña, el tenor de los debates, las idas y vueltas que dio el Partido Demócrata para cambiar de monta a mitad de la carrera, separando de cartel al presidente, Joe Biden, y del estatus criminal del exmandatario, Donald Trump, para encuadrarla en el contexto de un combate. La política, a esta altura, ya se sabe. Ausente con aviso.
Con un Trump yendo de los tribunales a los actos de campaña y con una Kamala Harris, que había arrancado su papel protagónico con el ímpetu de todo lo nuevo, los bríos de la juventud y haciendo hincapié en temas como la defensa de los derechos de las mujeres, el aborto y la tendencia “neofascista” de su oponente. Esos fueron los tres ejes en que se fue apoyando la campaña demócrata desde el debate del pasado 10 de septiembre, del que la vicepresidenta salió vencedora, según la mayoría de encuestas.
Pero en las últimas tres semanas, todo demostraría (algunas encuestas inclusive) que el candidato republicano acertó más de lo que erró, en términos proselitistas.
Sin propuestas de fondo para solucionar los grandes problemas del país, republicanos y demócratas apelaron a la migración y los golpes bajos. Como cuando en un mitin de Trump, el cómico Tony Hinchckiffe se refirió a Puerto Rico como “la isla basura” o el propio Biden, no puede escudarse en sus blancos seniles cuando respondió que la “única basura que veo flotando son sus seguidores”. Todo de muy bajo vuelo para una elección cuya importancia geopolítica es crucial.
Todo parece indicar que el resultado será muy ajustado. Ya sea para un bando como para el otro. Los demócratas llegan con más estructura a la apertura de las urnas. Trump lo hace convirtiéndose en un caso sui generis en la historia estadounidense. Pudo evadir todas las responsabilidades y condenas que le propinó la justicia en los últimos años, algo que ni Richard Nixon había logrado cuando debió renunciar a su candidatura para que el caso Watergate no terminara pulverizando sus aspiraciones reeleccionistas.
Hasta aquí el veredicto final lo tienen los electores estadounidenses. El resto del mundo lo mirará por TV, en el mejor de los casos lo seguirá por las redes, a sabiendas de que ni un proteccionista con Trump no moverá un dedo por tratar de torcer la masacre israelí sobre la población civil palestina, ni Harris y el conglomerado industrial-militar que la apoya sin dobleces evitará la escalada de cuanto conflicto armado se encuentra abierto en el mundo.
En tanto, nosotros, sudamericanos al fin, seguiremos en “el patio trasero”. Haciendo frente a desafíos cada vez más grandes y difíciles. Todo teñido por el color escarlata del narcotráfico, en virtud de la demanda cada vez más exigente de los países del norte. Sin herramientas para poder cambiar o, al menos, disminuir el vértigo de la historia; condenados a recibir en enero a un nuevo gobierno allí, en Washington, en lo que queda del Imperio hegemónico, y esperando a la noche del martes, para conocer cuál será el apellido que deberá rubricar la nueva era global.
Y, como lo afirman no pocos analistas de distintos idiomas, el descenso de Occidente hasta una nueva realidad. Todo en un contexto en el que la concentración de la riqueza cada vez en menos manos (o grupos) sea la constante y con la posibilidad de que ese deslizamiento nos conduzca a infiernos desconocidos e inimaginables. Y, como lo presumimos, tan temidos.
Mejor no aclaren… que oscurecen
Por Roberto López
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