¿Vale la pena hablar de honradez y de sencillez?

Oct 10, 2024

Por Kléver Antonio Bravo

Amigo lector, esta es la primera vez que escribo en primera persona, valga la aclaración. Me viene ese pequeño rubor provinciano, pero creo que por ahora es necesario hablar de una experiencia personal que va con el título de esta columna.

Por esas bendiciones de la vida, fui a parar en Lund, una ciudad universitaria en el lado sur de Suecia, cumpliendo con el sueño de cruzar el charco y estudiar algo que me inquietaba, derechos humanos, en el Instituto Raoul Wallemberg, por un lapso de tres meses.

La primera impresión se dio cuando llegué a la recepción del Concordia Hotel. Allí me recibió un veterano de sonrisa natural, me entregó la llave de la habitación y un sobre abierto en el que estaba escrito mi nombre y una cifra: 2.367 coronas suecas. Ojo, el sobre tamaño carta estaba abierto. Esperé unos segundos para firmar el recibido y la copia de respaldo. Nada de nada. El veterano vikingo me dijo que me marche a mi habitación porque en una hora empezaba la reunión de bienvenida.

Llegué a la habitación y lo primero que hice fue verificar la cifra que estaba escrita en el sobre. Como haber descubierto el tesoro del pirata, y con la emoción de tener dinero de un país tan lejano, sonante y contante, palpaba los billetes y las monedas, queriendo verificar la cifra. Efectivamente, allí estaban en el sobre abierto las 2.367 coronas suecas, ni más ni menos.

Cierto día fuimos en un receso al parque central de Lund, con un amigo africano que quería comprar chocolates para su amor platónico. Luego de la compra nos sentamos en una banca para ver pasar la vida y medir la capacidad de resistencia al frío del amigo de Ruanda. Miré el reloj y teníamos ocho minutos para regresar al aula. Emprendimos la carrera para cumplir fielmente con la puntualidad vikinga. Iniciada la clase, nos dimos cuenta que olvidamos la caja de chocolates en la banca del parque. Pasadas unas tres horas, regresamos al parque, la caja de chocolates estaba allí, en el mismo lugar.

Transcurridas un par de semanas, las clases de ese día lunes serían en la Universidad de Lund, ubicada junto a la Catedral. Grato es recordar que es la universidad más antigua de la Península escandinava, funcionando en un edificio de corte medieval. El paisaje urbano era completamente nórdico, o sea, veinte grados centígrados bajo cero. Llegué a la Universidad unos cincuenta minutos antes, con el propósito de conocer aquella casa de estudios. Luego de hacer el reconocimiento de rigor, regresé a la puerta de ingreso, a saludar con la coordinadora del curso. De pronto llegó un señor de canas avanzadas, en bicicleta. Mi curiosidad fue tal, que el señor de las canas avanzadas y de abrigo color gris. Parqueó su bicicleta, me saludó y me invitó a conocer su oficina… Era el rector. Me preguntó de dónde era, le dije de Ecuador – Sudamérica. Al segundo me preguntó “¿cómo está Baños?”, era el único lugar ecuatoriano que se acordaba de su viaje de juventud como mochilero.

Llegó el día del retorno a mi Ecuador querido y desunido. Con el aplauso de la paisanada, me contagie de la alegría de llegar a casa, y en esos segundos de emoción, también saltaba en mi mente esos tres episodios que los guardaré para toda mi vida como la marca vikinga de honradez y sencillez: ver que un dinero entregado por el recepcionista nunca fue alterado y que tampoco debía firmar ningún documento que podría poner en tela de duda la honestidad de los encargados de esa gestión; así también, encontrar unos chocolates olvidados en el parque o admirar la llegada de todo un rector, a la Universidad, en bicicleta.

Estos tres episodios me hicieron sonreír, mientras desabrochaba el cinturón de seguridad. Repensaba en esos tres eventos que se reducen en dos palabras ya mencionadas: honradez y sencillez, valores que sí se pueden mencionar a viva voz en tierras vikingas. Pasado el registro de Migración, intenté cotejar estas virtudes del pueblo escandinavo con los rasgos de mi Ecuador querido y desunido. No pude. Valió más las flores y el abrazo de mi familia, al tiempo en que los sueños y expectativas de los derechos humano, se iban al carajo.



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