Ese es el problema cuando uno se mete con la ficción siendo periodista. Uno eligió el periodismo por razones de diversa índole, pero no se podía (y fíjense, estimados, que uso el pasado) ser periodista si a uno no lo abrumara la realidad. Un maestro de la profesión, a quien culpo por esta “enfermedad” que me aqueja, don Osvaldo Ardizzone (1919-1987), decía y repetía que “si vas por la vida y te encontrás a unos pibes jugando con trenes de verdad y sentís una campanita que te suena en el pecho, entonces eres periodista…”.
Y si por entonces la campanita me sacudía el pecho con frecuencia, ahora hay momentos que parece que fuera a explotar. Hay veces que los pulmones amenazan con salirse de madre y el corazón se envalentona en taquicardias bombeando sin parar. El caso es de rabia, de impotencia y, por qué no, de bronca.
No solo niños, sino madres y hombres en la flor de la vida, mendigando o levantando improvisadas carpas en la calle, jugando en trenes y en cestos de basura verídicos y dantescos. Buscando, como todo tesoro, un mendrugo putrefacto para llevarse a la boca. Pero el pecho aguanta, aun cuando se lo sigue poniendo y seguimos contando, mostrando, preguntándole al Poder: ¿Hasta cuándo, muchachos? ¿Quién se preocupa de tamaña pobreza? Da lo mismo que esas imágenes se posen ante nuestros ojos en Portland o en Nueva York, en Bogotá o en Medellín, en São Paulo o en Río, o en cualquier capital europea. ¿Será el capitalismo, la inteligencia artificial, las drogas baratas al alcance del caballero o de la dama, desde la más tierna infancia? Las respuestas salen solas, pero lo que es cierto es que a nadie le importa. Sociedades enteras van acostumbrando la mirada a esa realidad. En tanto al Poder, en todas sus formas, ya no le interesan esas “minucias”.
Y es en medio de este panorama que quien esto escribe recibió en los últimos días una pregunta reiterativa de decenas de colegas. Fue a raíz de la aparición de un libro que cuenta la historia de un ladrón de prosapia y dueño de unos códigos de conducta quien, en vida, estuvo a punto de transformarse en un amigo de los pobres, algo así como un Robin Hood urbano.
La pregunta se disparaba de inmediato: ¿Por qué escribir sobre un ladrón? La respuesta puede sonar obvia, aunque no encontré ninguna mejor: ¿Qué querían que escribiera, una biografía de Alberto Fernández?, (expresidente, acusado de corrupción, y de haber golpeado en reiteradas oportunidades a su esposa, la ex primera dama). ¿O acaso mi currículum me obligaba a tener que dedicarme a ficcionar la vida, pasión y complicidades con el Cartel de Medellín de Álvaro Uribe Vélez? (expresidente colombiano en sus días de director de Aviación Civil en Antioquia).
Entre esos tipos y Toto Spazzola, el protagonista del libro, me quedaría siempre con este último. A él podría haberle dejado mis hijos a su cuidado, a los Fernández y a los Uribe (por citar solo dos ejemplos), no les hubiese comprado ni siquiera un auto usado.
Desde mucho antes de que descubriese que la campanita sonaba en mi pecho, ya me inscribía como voluntario en mis sueños infantiles en la legión de Sherwood con Robin Hood. Tal vez de ahí, mi elección a la hora de jugar en el límite de la ficción y la realidad.
Siempre será mejor un ladrón que roba a los poderosos que un cúmulo de funcionarios saqueando al Estado y abusando de su poder.
Podrá parecer, ahora, que el periodismo fenece, que estemos obligados a cambiar la forma de abordarlo, pero don Ardizzone puede estar tranquilo. La “campana” está bien aceitada. Le hacemos mantenimiento cada tanto. Y como la pobreza exponencial duele cada vez más, por ende, sigue sonando cada día con más fuerza y de paso hay algo que no cambiará jamás: aquí seguimos esperando que Robin nos reclute sin el permiso de Lady Marian, porque, claro está, nunca hemos dejado de quererlo…
La trampa invisible (I)
Por Roberto López
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