Una de las peores situaciones que puede pasarnos, en especial a cierta edad, es no tener qué leer o mejor dicho no tener nada bueno que leer. Para quienes no somos fans de la televisión, los periódicos y las revistas son una alternativa. La necesidad de estar actualizados se cubre con las noticias televisas, la radio, los periódicos e Internet. Los diarios en papel tienen la ventaja de abrirlos y cerrarlos cuando a uno le place y, en general, no se actualizan sino hasta la edición del día siguiente; mientras que las noticias televisivas o de radio no paran de repetir lo mismo todo el día. Las redes sociales son todo un mundo, y uno no sabe si lo que lee son hechos o “fake news”.
Los artículos de opinión, por su lado, son eso una posición respecto de temas de actualidad y uno puede manifestarse a favor o en contra; las noticias, por su parte, son hechos y son cada día más desalentadoras, reflejando nuestra actualidad.
La información se ha concentrado en la última década en un incremento de los conflictos bélicos, el narcotráfico y la corrupción se han convertido en una metástasis social. La tendencia a la violencia es cada día mayor; el tráfico vehicular en la mayoría de ciudades se ha transformado en un campo de batalla; el nivel de la discusión política es nulo y destructivo; los políticos mienten descaradamente; la ultraderecha cada día cobra mas adeptos; el racismo crece geométricamente como el covid, y cuenta y sigue. Puras malas noticias. A ratos uno se siente atrapado sin salida, como que ya a la humanidad no le queda nada bueno que contar.
Con estas reflexiones estaba leyendo en El País sobre Emilia Lozano, una española de 71 años que vive en Hortaleza, uno de los distritos que conforman Madrid. Emilia observaba todos los días cómo los jóvenes -la mayoría africanos provenientes de países como Camerún, Gambia, Guinea-Conakri-, pasaban días enteros deambulando o simplemente sentados en las aceras con la mirada perdida o llorando; y en la noche, buscando algún sitio dónde dormir, sin saber si habría un mañana, porque el centro de acogida de refugiados, que gestiona la Comunidad de Madrid, se encontraba desbordado y no cabía uno más.
Un buen día, Emilia bajó de su piso y sin más decidió invitarles a cenar al grupo que estaban siempre juntos cerca de la plaza de su edificio. Luego al ver los matorrales en los que pasaban la noche se los trajo a dormir a casa. Luis, su esposo, estaba espantado. Recién se había jubilado, los tres hijos del matrimonio no vivían más con ellos desde hace un par de años y él quería dedicarse a sus nietos, a viajar con Emilia y disfrutar su casita en un pueblo de la Mancha.
Emilia, sin embargo, tenía otros planes. Ella movilizó a una decena de vecinas amigas y decidió fundar la organización “Somos Acogida”. Por medio de la radio del pueblo diseminó sus planes e ideas. La respuesta fue sorpredente e inmediata. Al día siguiente, un matrimonio le dio las llaves de una casa de 180 m² para que pudieren vivir en ella los migrantes no acogidos en el centro de menores, otros empezaron a aportar con camas, muebles, lavadoras, comedores, bicicletas, otros con cursos de idioma, de formación profesional, y suma y sigue.
En este mundo donde ser migrante es un estigma, donde la xenofobia y el racismo crecen y explotan como bombas de racimo sociales, historias reales como las de Emilia son excepcionales y una verdadera bendición, generan esperanza y volver a creer en las personas.
Gracias Emilia y gracias al periodista Jacobo García por contarnos esta historia y darnos cuenta que un buen corazón es tan poderoso como una bomba de amor, moviliza a otros de buen corazón independiente de su raza, religión u orientación política.
Los gastos en discapacidad no son dispendiosos
Por Berenice Cordero
0 comentarios