Con la muerte de Alberto Fujimori a los 86 años, se abre un espacio necesario para reflexionar sobre el legado de un hombre que, tras consolidar su poder con medidas extremas, dejó profundas cicatrices en la historia reciente de Perú. Aunque sus defensores lo presentan como el hombre que derrotó al terrorismo y estabilizó una economía en crisis, es importante recordar que, mientras luchaba contra grupos armados como el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) y Sendero Luminoso, sus métodos incluyeron violaciones graves a los derechos humanos.
Entre los episodios más oscuros de su régimen se encuentra la campaña de esterilización forzada que, bajo el amparo del Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, afectó a más de 300,000 mujeres indígenas y campesinas en áreas rurales entre 1996 y 2000. La violencia perpetrada contra estas mujeres, muchas veces sin su consentimiento informado, evidenció un racismo estructural y una visión utilitaria del cuerpo femenino como instrumento de control estatal. Este crimen no fue ejecutado en solitario, sino que contó con la complicidad de altos funcionarios, incluidos exministros de salud que avalaron y promovieron estas políticas.
Es imposible no recordar las palabras de Bertolt Brecht en su poema Preguntas de un obrero que lee, donde cuestiona la interpretación histórica que atribuye los hitos trascendentales o grandes eventos a líderes o figuras destacadas, sugiriendo que detrás de las acciones de poder se ocultan actores anónimos igualmente responsables, tanto en tragedias como en victorias: “César derrotó a los galos. ¿No llevaba siquiera cocinero consigo?” Fujimori no actuó en aislamiento; detrás de él se extendía una red de colaboradores que facilitaban y legitimaban la represión. Ministros, asesores y las instituciones del Estado se convirtieron en cómplices de las atrocidades cometidas bajo su mando.
Fujimori fue condenado a 25 años de cárcel por violaciones a los derechos humanos y corrupción. Aunque permaneció en prisión desde 2007, su pena nunca fue completamente cumplida, pues en 2017 fue liberado por razones de salud. La impunidad que rodea estos crímenes refleja una dolorosa realidad en la que los responsables de las decisiones más terribles logran evadir la justicia y el castigo que merecen. Ahora, tras su muerte, queda la incómoda pregunta de cuántos más deberían rendir cuentas por las atrocidades cometidas.
¿Vale la pena hablar de honradez y de sencillez?
Por Kléver Antonio Bravo
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