Hay veces que “su majestad”, la muerte, se ensaña con la historia. Como si la parca buscará funcionar como disparador de debates, fomentar aún más la grieta abismal que separa a sociedades enteras, a la hora de mirar al mundo, de pararse frente al poder. Otrora, hasta de ideologías podríamos haber hablado, pero a estas “la implacable” ya le ha picado el billete hace tiempos, destinándola a un sepulcro conceptual en donde ni flores se admiten.
Ella no parece necesitar de la inteligencia artificial para decidir momentos históricos, marcas indelebles en la vida de ciertos personajes que guían o alteran destinos de pueblos enteros hasta concentrar amores y odios en proporciones similares.
Fue un 11 de septiembre de 2001, el día en que un ataque terrorista destruyó las Torre Gemelas en Manhattan, provocando la muerte de más de tres mil personas y por lo menos seis mil heridos. Aquel episodio, que conmovió al mundo, sacudió como nunca las estructuras del “Imperio”, iniciando su paulatino y constante deterioro.
No obstante, esa fecha carga con episodios y muertes más simbólicas y cercanas a nos, sudamericanos al fin, siempre en busca de un destino común. Esa fecha del calendario fue la elegida por las fuerzas armadas chilenas para perpetrar no uno, sino dos golpes de Estado a lo largo del siglo XX. Ni siquiera en la elección de la fecha, Augusto Pinochet y sus secuaces habían resultado originales en 1973. En 1924, también en un 11 de septiembre, un pronunciamiento de las fuerzas armadas obligaron al entonces presidente, Arturo Alessandri (1920-1924 y 1932-1938) —padre del también presidente Jorge Alessandri (1958-1964)—, a abandonar el cargo y acabar con lo que en Chile se conoce como “la era del parlamentarismo”.
El bombardeo al Palacio de la Moneda de aquel 11 de septiembre, el que se recuerda en cada aniversario, no solo quedaría grabado a fuego en los anales de los golpes de Estado. Fue también el día en que el entonces presidente, Salvador Allende, decidió inmolarse, antes de que rendirse. Había encabezado la primera experiencia de un socialismo democrático en plena era de la Guerra Fría y optó por cumplir con su juramento al momento de asumir la presidencia. Fue un ejemplo acabado de lo que debería ser un político que pretende guiar los destinos de una sociedad (“le están hablando” embajador Edmundo González Urrutia).
No vamos a analizar su gestión ni sus posturas políticas. Lo cierto es que desde entonces la figura de Allende es recordada cada 11 de septiembre por quienes lo celebran, lo respetan, de un lado, y por aquellos los que le cuestionan o lo denigran, por el otro.
Al norte de Arica, el 11 de septiembre también supo almacenar eventos y muertes, para no ser menos que sus vecinos incómodos, los chilenos. El pasado miércoles la Muerte inscribió en sus registros a otro hombre político que, desde su irrupción en la vida pública allá por 1990, divide a los peruanos como pocos personajes a lo largo de su historia. Ubicado en las antípodas de Allende, Alberto Fujimori, hacedor de múltiples mártires, ya tiene su día (con el permiso de Antonio Machado).
Justo tres años después de que la muerte inscribiera en su libro de ingresos a Abimael Guzmán, el líder maoísta de Sendero Luminoso, quien resultara tan funcional a la dupla Fujimori-Vladimiro Montesinos, en los comienzos de aquel gobierno, el mismo que tras llegar por la vía de las urnas, terminó convirtiéndose en una dictadura “sui generis” para la época.
El “Fujimorato”, fue un paradigma de corrupción y de represión constante, contra todo lo que se le opusiera. La violación de derechos humanos, había estado a la orden del día como en cualquier dictadura castrense de las que asolaron a América Latina por décadas. Todo aquello y el hecho de desatar una guerra con Ecuador, en 1995, terminaría obnubilando los logros macroeconómicos de entonces.
Fue otro 11 de septiembre, de 1992, cinco meses después del autogolpe, la fecha que había elegido el binomio Fujimori-Montesinos (imposible entenderlos el uno sin el otro), para detener al “presidente Gonzalo” (tal el alias de Guzmán), al que habían presentado, ante la sociedad, enjaulado en un carromato de circo enrejado, casi como una rémora del medioevo.
Ahora sí, día sin par, si los hay, para los acontecimientos políticos en dos países que históricamente se miran de reojo. Dirimiendo límites, quitándose Antofagasta y reintegrando Tacna, revisando la conflictiva historia común a cada paso o pulseando para ver a quién pertenece la autoría intelectual del Pisco. Todo vale para mantener, el folclórico por momentos, contrapunto entre naciones.
Amén de valoraciones políticas o personales, Allende fue un hombre de un compromiso salvaguardado hasta las últimas consecuencias. Un demócrata, mal que les pese a sus detractores. La antítesis de un Fujimori, dictadorsuelo, condenado por violación a los derechos humanos y corrupción, quien amén de haber logrado sentar la sólida estructura macroeconómica de la que, a pesar del descalabro político, sigue gozando el Perú.
“El Chino”, como lo apodan sus detractores y lo lloran sus acólitos, fue el creador, la alma mater de ese Parlamento putrefacto por la corrupción y de una Justicia, casi siempre al servicio de intereses espurios. Con el reformateo institucional de su autogolpe en agosto de 1992, había llegado a convertirse en “el padre de la decadencia institucional” de su país.
Puede parecer inverosímil que la administración de Lina Boluarte, le rinda los fastos ante su deceso a un expresidente, que a no ser por el indulto humanitario aún, debió haber hallado el final de sus días en prisión. En tren de hallar una dosis de lógica, habría que recordar que la advenediza presidente nunca hubiera llegado al Palacio de Pizarro, sin la “gesta” de Fujimori. Al final de cuentas, todo se trata de un agradecimiento de ella y de gran parte de lo que hoy pasan por clase política.
Con todo, esa fecha aparecerá en el calendario como una evidencia de que para la Parca, nadie es menos que nadie. Para esa “máquina” arrolladora, que prescinde de la inteligencia artificial, se ufana de lograr equidad en el final del camino. Sin importar ideas ni conductas, menos aciertos o errores, buenas intenciones o delitos.
Ahora los peruanos también —como su “enemigo íntimo” materializado inconscientemente en los chilenos—, tienen su 11 de septiembre. El día para idolatrar o repudiar a sus respectivas figuras excluyentes. Sin contemplar si se trata de un demócrata o un dictador. Las que, a pesar del paso de los años, seguirán siendo un generador constante de antinomias.
La trampa invisible (I)
Por Roberto López
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