Hay formas y formas de vivir la devaluación de la democracia que se viene experimentando en todo Occidente. Muestras de ello sobran. Solo basta con dirigir la mirada hacia los cuatro puntos cardinales y hallaremos casos testigos por doquier. Aquí, en el vecindario, la dupla Nicolás Maduro-Diosdado Cabello ya decidió “adelantar la Navidad” y entrar en la fase superior de la Revolución: el orteguismo explícito, cargándose de una vez el esqueleto institucional que sobrevivía a duras penas desde el 2014 hasta la fecha, forzando la salida del país del candidato opositor a la presidencia, Edmundo González . Es el caso venezolano, el más notorio por lo urgente.
Allí, el totalitarismo es ahora, abiertamente, intolerable, pero allende los mares, el sistema de gobierno que caracteriza a buena parte del mundo no parece gozar de tan buena salud.
La Alternativa por Alemania, el último grito de la derecha extrema en las tierras de Goethe y Martin Bormann, viene de sumarse al club de los Le Pen, Viktor Orbán y Giorgia Meloni. Dato suficiente para preocupar al canciller, Olaf Scholz, que ni siquiera evitó ocultarlo.
A primera vista, esa tendencia de cada vez más porciones del electorado inclinándose por opciones rupturistas para manifestar su descontento con las instituciones está ya contemplada en los planes geopolíticos.
Pero hay países —y nadie puede poner en tela de juicio su nivel de creatividad— que hacen uso de la inventiva para que, a la hora de destruir la democracia, la cuestión sea más novedosa, más entretenida, más chafa, chimba, cutre, mersa (y en todos los ismos posibles) a la hora de adjetivar la decadencia.
La Justicia, con la inestimable ayuda de los aparatos de inteligencia (los oficiales y los otros), viene de develar la conducta del expresidente Alberto Fernández durante sus cuatro años en el poder. No solo lo acusa de corrupción en una millonaria trama de contratación de seguros en diversas áreas del Estado, sino también de violencia de género contra su exesposa y ex primera dama Fabiola Yáñez.
A esas denuncias y al cúmulo de pruebas en su contra se suman fotos y videos de momentos íntimos del señor Fernández con periodistas, actrices, modelos (de hecho, Yáñez es modelo y actriz), junto a testimonios de un sinnúmero de amantes ocasionales. Algunos de esos videos y fotos fueron tomados en el mismísimo despacho presidencial y de chateos constantes con mujeres a las que conocía por las redes.
Se trataba, presuntamente, de una clase de mujeres a las que en el argot argentino se las conoce como “gatos”.
Las evidencias que la Justicia va acumulando alcanzan para haber hundido a Fernández, otrora amigo de AMLO, Lula & Cia, en un averno político sin parangón ninguno. Sabido es que al exprotegido de Cristina Kirchner le gustaban el rock y los perros. Su mascota, Dylan, tenía (y tiene aún) una cuenta en Instagram, y la encargada de administrarla, Cecilia Hermoso, es señalada por Yáñez de haber mantenido algún tipo de relación íntima con su ahora investigado exesposo.
Todo un culebrón, digno de un pésimo guion. Pero el amor por los perros es, también, una de las características conocidas por su sucesor en el cargo, el presidente Javier Milei. Con él en la Quinta Presidencial residen sus tres mascotas o “sus hijos de cuatro patas” como suele referirse a ellos, que ya le generó alguna polémica con la prensa.
Desde poco antes de alcanzar la presidencia, mantuvo una relación sentimental con la humorista y actriz Fátima Flórez y ahora, más recientemente, con la exmodelo Amalia “Yuyito” González, expareja de Guillermo Coppola, el exmánager de Diego Maradona, a quien también se le suelen atribuir amoríos con el extinto expresidente Carlos Menem.
O sea, otro “culebrón”, más discreto por el momento, pero acontece en medio de una crisis social y económica sin precedentes en los últimos 25 años y de un descalabro político en el peronismo y entre los Libertarios oficialistas también.
Unos, sumidos en un desconcierto, fruto de la estrepitosa derrota electoral del año pasado y del cimbronazo que provocó la conducta de Fernández. En frente, el oficialismo, enfrascado en una discusión sobre si los condenados por violación a los derechos humanos durante la última dictadura militar (1976-1983) deben ser indultados o no, entre otros asuntos.
Mientras tanto, Milei y Cristina Kirchner no tienen empacho en abrir la negociación para permitir el acceso del cuestionado juez Ariel Lijo a la Corte Suprema, con todo lo que ello implicaría. Eso en bambalinas. En escena se traban en discusiones argumentales sobre el descalabro, al mejor estilo del dúo Pimpinela.
Lijo es un magistrado señalado por diversas organizaciones de demorar años diversas causas de corrupción que tienen a exfuncionarios kirchneristas en la picota y en su posible llegada a la Corte, radica la rúbrica de si, la administración Milei, cumplirá o no con sus promesas electorales.
En el medio de todo ese berenjenal, una sociedad que hace de su pasividad un culto a la paciencia. Todo ante la crisis que no cesa y recibiendo ciertos mensajes, que llegan desde el poder, en evidencia de que las promesas de cambio se perdieron entre los papeles de la campaña. Todo para seguir deteriorando todavía más los restos de la democracia en un país donde los representantes del poder resaltan su pasión por los perros y por otros ejemplares que, aunque no maúllen, cargan con motes tan arquetípicos como felinos.
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